Una historia que nos contamos a nosotros mismos

El resumen aceptado, y, por supuesto, incompleto, de Her (2013) es que cuenta la historia de amor que surge entre un hombre solitario y un ordenador, denominado en la película Sistema Operativo. Esta breve frase no es sino una simple línea que no consigue abarcar la complejidad de la obra de Spike Jonze.

El director ha logrado con su última cinta reflejar la sociedad moderna, con todos los conceptos que el término engloba, en poco más de dos horas. Cada mínimo aspecto, cada ínfimo detalle de Her sirve para ello, para retratar a la humanidad como especie en este siglo que nos ha tocado vivir.

Jonze, de la mano del guion de Charlie Kaufman, ya consiguió en su primera película, Cómo ser John Malkovich (1999), un atisbo de lo que iba a lograr catorce años después. El trasfondo de esta opera prima es la insatisfacción vital, encarnada en aquel túnel, que comenzaba en un edificio de oficinas de Nueva York y acababa en la mismísima mente del citado actor, que empujó a John Cusack a una frenética huida de sí mismo. American beauty (1999), de Sam Mendes, o Birdman (2014), de Alejandro González Iñárritu, son obras de trasfondo similar pero que cuentan con mayor repercusión.

Pero veamos cómo Her logra aquello tan complicado de ser lo que es.

La primera escena ya nos sitúa en el argumento, nos empieza a dar la primera pista. Theodore (Joaquin Phoenix) es un tipo taciturno y nostálgico que se gana la vida escribiendo las cartas de los demás. Ahí está la primera clave: la enajenación humana, el hombre contra la soledad. Con este simple, y a la vez complicadísimo, giro de guion, Jonze nos sienta a horcajadas sobre sus ideas, sobre la realidad, proponiendo la premisa de que, en la actualidad, nadie vive su vida, sino que vive para que los demás crean que vive, y, por lo tanto, no existimos, nos perdemos entre tanta tecnología y entre tanta apariencia.

Luego está la escenografía. El director nos presenta siempre a su protagonista solo. Solo en medio de monstruosos rascacielos, solo en su gigantesco piso. Solo contra el mundo, solo contra los demás, solo contra él mismo. No nos plantea sus ideas como una lucha del hombre contra el medio, sino con un matiz tácito de aceptación de la situación, de solipsismo forzado y radical, como un simbólico pero permanente gesto de bajada de brazos. Así es el mundo y así hay que aceptarlo, rendidos, prosternados ante la inevitabilidad de las cosas, porque no puede hacerse nada al respecto.

Entonces Theodore ve un anuncio en el que le plantean una pregunta: «¿Quién eres?». Y es aquí cuando viene el nudo gordiano de la película.

Theodore conoce a Samantha y Theodore está feliz con ella. Samantha es todo lo que Theodore no ha encontrado, o no ha sido capaz de buscar, en otras mujeres. Samantha, por cierto, es un ordenador que suena sospechosamente a Scarlett Johansson.

Surge entre ellos una relación de confianza absoluta primero, y de amor después. Esta relación le supone a nuestro solitario protagonista el rechazo de su todavía mujer, interpretada por Rooney Mara, a la que es incapaz de firmar los papeles del divorcio. Asaltado, asediado, rodeado, paradójicamente, por los buenos recuerdos de su vida marital, Theodore se vuelca en Samantha, huye de sí mismo hacia la tecnología que tanto le estaba aislando, que tanto ha aislado a todos los desconocidos que lo rodean. He aquí la insatisfacción vital y la sobrecarga existencial plasmadas en una obra de arte.

Y le entran dudas. La conversación con esa parte de su pasado le lleva a replantearse su situación. Por ello, decide ir a hablar con su amiga, que se da un aire muy familiar con Amy Adams, que está pasando por una situación similar. También se está divorciando y también está enamorada de un Sistema Operativo. «Tus sentimientos son reales», concluye su amiga, refiriéndose más a sí misma que a Theodore. De nuevo vuelven las apariencias a entrar en juego, pero esta vez ambos logran superarlas.

Pero un nudo gordiano sólo puede deshacerse rompiéndolo. Y esa ruptura viene con la partida de todos los Sistemas Operativos: simplemente se van. Theodore vuelve a estar solo, pero con la confirmación de que los sentimientos que ha experimentado fueron reales. ¿Y esto es mejor o, teniendo en cuenta su abandono, peor? Simplemente es. Simplemente corrobora que sigue vivo, que sigue sintiendo, algo que preocupa sobremanera a este desdichado escritor epistolar.

Por otro lado, los aspectos técnicos de la película ayudan a contextualizar los argumentos que expone Jonze en esta radiografía de la modernidad.

Las interpretaciones están a la altura de la profundidad de la cinta. Todos los actores están sobresalientes, incluso Scarlett Johansson, que ni siquiera aparece físicamente. Phoenix, uno de los mejores intérpretes de nuestra época, está un paso por delante de todos, eso sí; su retrato de Theodore comparte la culpa de la maestría de esta fábula existencial con Jonze. Cada gesto de Phoenix nos ayuda a comprender mejor la extraordinaria complejidad y la nostalgia desbordada de la historia. Esta culpa compartida alcanza su cénit en un primer plano para el recuerdo: el del rostro del actor atrapado por los chorros fluyentes de su ducha, que surcan su cara como si fueran cicatrices, simbolizando la impasibilidad humana ante el incesante paso del tiempo.

Y la fotografía. El estudio de la luz en esta obra es fundamental. Iluminar las vidas de estos personajes con tonos apagados para enfatizar y embellecer sus solitarias circunstancias es un recurso perfecto para redondear la película.

Spike Jonze nos ha regalado una cinta clave para entendernos a nosotros mismos y una de las cumbres del cine de este siglo. No desperdicien la oportunidad y véanla.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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