El cine clásico y la lucha de clases

Desde el nacimiento del séptimo arte el mundo entero consideró al instante las posibilidades divulgativas que ofrecía. Ya desde sus primeros días, el cine clásico expuso a modo de show circense las primeras escenas capturadas -el famoso tren y la estación- creando gran revuelo, lo que le llevó a convertirse en la atracción puntera en cada localidad que visitaba. El gran medio había nacido, la en todos los sentidos «gran pantalla».

Una oportunidad de acercar al mundo expresiones como nunca antes se había conseguido. Algo más universal que la literatura y más accesible que la música o la pintura. Pronto, como era de esperar, se convirtió en la herramienta definitiva de divulgación, en el mayor escaparate de ideales de la historia.

Naciendo en una época con aún una reciente Revolución Industrial que cambió la línea de pensamiento occidental, con secuelas que ya nadie curaría, no sorprendió el carácter contestatario que emanaban las obras. Frente al actual apogeo del blockbuster cuesta imaginar un cine de ideales como algo normalizado, marginando a día de hoy estas obras que acaban siendo consumidas por «el gafapasta de turno» o el bicho raro.

Un cine revolucionario, reivindicativo y en lucha.

Y tampoco hace falta mencionar a la magnífica primera industria cinematográfica de la URSS y sobre todo su Acorazado Potemkin y su El fin de San Petersburgo, hablamos de algo cada vez más extendido y a lo que no le frenaban fronteras. Hablamos de un obrero alemán dejándose la vida en el trabajo para que los de la superficie de Metropolis puedan disfrutar de sus lujos, y de cómo éste se cansa de su situación y decide acabar con la distancia. Pero también hablamos del simpático y bigotudo vagabundo estadounidense pero con un mudo acento inglés que trabajó duro en la fábrica de Tiempos Modernos y que acabó encarcelado por «manifestarse». Aunque lo cierto es que no fue ni la primera ni la última vez que vimos a Chaplin llevando a la pantalla su descontento con estas distinciones sociales, pues también supo retratar al rico en Luces de la ciudad y dar un golpe en la mesa con El gran dictador.

La familia campesina que John Ford expulsa de las tierras en su adaptación de Las uvas de la ira o el discurso antimilitarista de Kubrick en Senderos de gloria. Sin olvidarnos de la desternillante ¿Teléfono rojo? volamos hacia Moscou.

¿Y hasta qué década se considera cine clásico? Porque podemos hablar de la mordaz sátira que hace Wilder del empresario en Uno, dos, tres la cual solo apreciará el ojo más entrenado, o del levantamiento de un pueblo entero en Soy Cuba, o incluso el «¡basta!» rotundo de los esclavos de Queimada.

Y poco a poco esto se acerca a lo más actual, donde también podemos distinguir estas pequeñas voces entre mucho ruido de explosiones generadas por ordenador. No obstante, esto dejaría de ser definitivamente sobre cine clásico, así que lo dejaré por ahora con la mejor forma de concluirlo: con un inicio. Sí, el inicio de otra de estas rarezas llamada La sal de la tierra: «¿Cómo empiezo mi historia que no tiene principio? Mi nombre es Esperanza, Esperanza Quintero. Soy la esposa de un minero. Esta es nuestra casa. La casa no es nuestra. Pero las flores … las flores son nuestras».

J. Justo Moncho

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