La película más conmovedora de la historia del cine

Terminan los créditos iniciales y se abre la primera imagen: un hombre solitario camina por un desierto indeterminado, con una botella de agua vacía en la mano. Logra, exhausto, llegar a un bar, desolado y con un único cliente; pero al intentar recuperar fuerzas se desmaya, y es trasladado a un dudoso centro médico de ese mismo desierto, que ahora sabemos que se encuentra en algún remoto lugar de Texas. Y así comienza la película más conmovedora de la historia del cine: Paris, Texas, de Wim Wenders.

Este hombre, llamado Travis, recuperado, camina otra vez sin rumbo aparente en medio de la aridez del desierto texano, pero su hermano da con él y consigue llevarlo a su casa de Los Ángeles. Nuestro protagonista, hasta ahora silente, recupera el habla durante el trayecto por carretera, y acaba confesando a su acompañante que su objetivo era llegar a la ciudad de París, en el Estado de Texas, en la que tiene en propiedad un pequeño terreno aún vacío.

El director alemán logró dibujar en el primer acto de la cinta las líneas maestras del argumento: un hombre solo y perdido en medio de la nada que intenta regresar a un lugar que le fue querido para construir su futuro. Wenders ejecutó, sobre el guion de Sam Shepard, un ejercicio maestro de narrativa al situar, en un primer momento, el punto de vista de la cinta en el hermano del protagonista: el espectador no sabe qué ha pasado, qué ha sido de Travis durante los años que ha estado aislado en el desierto, y su silencio ayuda a reforzar esta idea, compartiendo la ignorancia con su rescatador. Únicamente sabemos que algo ha ocurrido, y que dicho acontecimiento ha propiciado una mudez y una huida hacia ninguna parte que han durado cuatro años.

Pero Travis tiene un hijo. Un hijo que vive con sus tíos y que no lo reconoce como padre por haberse pasado la mitad de su vida ausente. Pasan los días, y el comportamiento errático de nuestro protagonista, se dedica a otear el horizonte en el tejado de la casa a través de unos prismáticos, va dejando paso a la necesidad de reconciliarse con su descendencia, con lo que se establece una relación, primero recelosa y cauta, de amor y apoyo mutuo después, entre padre e hijo.

Este segundo tramo de la película, en el que se muestra cómo el recién llegado Travis intenta retomar a parte de su familia, luego iremos con el resto, esconde las claves de lo que será su apoteósica conclusión. Y el cineasta alemán lo consigue, únicamente, con dos escenas concretas.

La primera es en el momento en que la familia decide desempolvar viejas películas caseras en las que se muestran los momentos felices que vivieron juntos, que es, al mismo tiempo, la primera visión que los espectadores tenemos de Jane, la esposa de nuestro protagonista; una secuencia arrasadora, de una parte, por la increíble interpretación del recientemente fallecido Harry Dean Stanton, que da vida a Travis, que transmite una terrible nostalgia y un arrepentimiento cegador con cada gesto, y de otra, porque Wenders intercala estas imágenes del pasado con algunas del presente: de un presente en el que Hunter, el niño, contempla, ensimismado, una pecera que el director cargó de simbolismo. La segunda de estas escenas se da cuando la relación entre padre e hijo parece estar más consolidada, y Travis va a recogerlo a la salida del colegio; en vez de acercarse enseguida el uno al otro, los dos deciden caminar en paralelo, imitando los movimientos del otro, hasta que, finalmente, se juntan.

Pero la redención de Travis está incompleta. Falta el amor que perdió. Falta la madre de Hunter. Falta Jane. Y, tras averiguar su paradero, y con el apoyo de su hijo, y de su hermano, se lanza a la carretera para contactar con ella, y decirle lo que le impidió el silencio de antaño. De nuevo en Texas. Así, nuestro protagonista descubre que Jane, interpretada por Nastassja Kinski, es prostituta en un local de Houston. Y tiene un primer contacto con ella, anónimo, separados por un cristal, y en el que únicamente intercambian unas pocas palabras.

Así se inaugura el tercer y último acto de Paris, Texas, con una secuencia llena de ternura que cuenta con una Jane más desenvuelta y dispuesta gracias al anonimato, y con un Travis al que le es imposible aguantarle la mirada, inundado por los remordimientos que la imagen de la que fue su mujer le trae a la memoria. Así que lo vuelve a intentar.

Y esta vez, nuestro protagonista desnuda sus recuerdos, desgarrando su pasado para que ella pueda ver que lo único que hay en su corazón es arrepentimiento, ganas de pedir perdón, en la escena, extensísima, con primeros planos alternativos de él y de ella, más conmovedora de la historia del cine: en un primer momento, Travis da la vuelta a su silla, dándole la espalda a Jane, para empezar a relatar su historia; pero, al final, logra mirarla a la cara, logra mirarla directamente a los ojos a través del cristal que los separa. Al final se quita la máscara y se descubre. Y ella lo reconoce. Y durante unos breves momentos, que no se repetirán, los dos vuelven a verse.

Gracias, de nuevo, a las interpretaciones de los protagonistas y a la calidad del guion de Shepard, Wenders construye unas imágenes capaces de emocionar, de estremecer, de hacer sentir, en un escenario poco apropiado para la ternura, igual que el desierto no era el lugar más adecuado para le peregrinación sin rumbo y sin ayuda, para un hombre mudo y solitario. Otros páramos áridos para otras soledades.

Pero no acaba ahí la película. Travis le dice a Jane que ha venido con su hijo, al que ella tampoco ve desde hace mucho tiempo, y le da la dirección del hotel en que se alojan ambos. Y así cierra la cinta, con el reencuentro entre madre e hijo, este último olvidado de recelos, echándose directamente en brazos de su progenitora, y nuestro protagonista, de nuevo aislado, de nuevo solo, contemplándolo todo desde la lejanía. Y de nuevo subiéndose al coche, arrancando el motor para adentrarse, otra vez, en la incertidumbre. De nuevo por caminos paralelos, que esta vez, sin embargo, no llegan a converger.

Paris, Texas nos cuenta un viaje hacia dentro, un trayecto de redención desde la más absoluta soledad hasta el sacrificio del pasado por lo que pudo haber sido. Es la road movie que expone una crónica de lo que nunca fue ni será. Es ese final incierto, esa conclusión que deja al espectador un último regusto nostálgico, parecido a otras cintas como Un corazón en invierno, de belleza y corte similares, y esa narración alejada de grandes tragedias, alejada de la grandilocuencia formal, sino intimista, basada en infiernos personales. Paris, Texas es la película más conmovedora de la historia del cine.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

A %d blogueros les gusta esto: