Pero ¡si no había visto “Peaky Blinders”!

Nota:

En más de una ocasión he escrito que, como norma general, las series me aburren, principalmente por el escaso interés que, con el devenir de las temporadas, despiertan en mí la historias que cuentan, por la progresiva conversión de los argumentos primigenios en culebrones de media tarde o por las limitaciones narrativas de unos personajes a los que se empeñan en darle profundidad y razones cuando son vacuos e insulsos.

Salvo raras excepciones, como Friends, The Big Bang Theory, Mad Men, Sherlock, Juego de Tronos o Stranger Things, y, últimamente, Twin Peaks, entre otras que no volveré a nombrar, las producciones para televisión que empiezo se me quedan por el camino, vencidas por el peso de mi propio aburrimiento.

Pero, de forma análoga a mi experiencia con la producción de Netflix, resulta que me he topado con una gran joya de la pequeña pantalla: Peaky Blinders. La serie de la BBC, protagonizada por Cillian Murphy, un grandísimo actor, por cierto, Sam Neill, Helen McCrory, Paul Anderson, Joe Cole, Annabelle Wallis y Sophie Rundle, nos cuenta los líos y tejemanejes de un grupo mafioso de Birmingham después de la Primera Guerra Mundial.

Al contrario que con Stranger Things, cuya estructura y ligereza, y sus múltiples lecturas, la hacían accesible para todo tipo de público, Peaky Blinders es dura, directa, violenta, de un solo estrato: los creadores nos muestran lo que hay porque no hay más, no hay rincones escondidos, no hay otras capas. La serie es lo que parece: un descarnado retrato de la situación de una ciudad en pleno desarrollo industrial que es gobernada por unos corredores de apuestas y de unos personajes dominados por las circunstancias que ellos mismos han ido creando a lo largo de las tres primeras temporadas.

La calidad de la serie es indiscutible desde cualquier punto de vista. Desde las primeras secuencias, con Thomas Shelby paseando a caballo por sus dominios, con los trabajadores del carbón haciendo saltar chispas con sus martillos y el resto de viandantes saludando respetuosamente al líder de la los Peaky Blinders, rodadas en un único y extensísimo plano, hasta las últimas, con el capo de la familia en su gran mansión, solo, traicionado, desconfiado, filmado en un silencio atronador más elocuente que todo el ruido de explosiones y disparos previo, pasando por las interpretaciones -los actores, simplemente, no podrían estar mejor escogidos-, la fotografía, la música descompasada y anacrónica, que, irónicamente, encaja a la perfección con la historia, la estética, la ambientación…

En fin, se nota que la serie británica está muy trabajada, muy lograda. Se nota que es diferente.

Es diferente y no solo en estos aspectos técnicos. También la narrativa de Peaky Blinders hace de la producción de la BBC una de las mejores de los últimos tiempos. Y es que, a diferencia de otras, sus autores han decido dar mayor profundidad y complejidad a sus personajes en los primeros episodios. En estos se ahonda con mayor énfasis en las consecuencias nefastas que la contienda en Francia ha tenido para ellos. Los varones de la familia participaron, al igual que la mayor parte de Birmingham, en la Gran Guerra, y esto les ha dejado secuelas que se dejan ver durante la primera temporada.

Thomas Shelby le da, de cuando en cuando, caladas a su pipa de opio para poder dormir y para que no lo acosen los malos recuerdos de cuando cavaba túneles en las trincheras del país galo hasta que conoce a su mejor aliada, la única en quien confía y a la que se permite abrirle su corazón, Grace, la camarera irlandesa que no es lo que dice ser; su hermano Arthur empieza a beber con mayor ahínco y a boxear con especial tesón y a tomar decisiones precipitadas cuando descubre que su padre no ha cambiado, que sigue siendo un timador, y que el último blanco de sus estafas ha sido él; su hermana Ada esconde su amor, y su embarazo, por Freddie Thorne, un sindicalista perseguido por sus ideales, el mejor amigo de Tommy, del que lo han separado resquemores pasados pero a los que une un enemigo común; también empiezan a intuirse los traumas de Polly y del inspector Campbell…

Y toda esta madeja argumental parece resolverse, por el momento, al final de la primera temporada. Cuando los Peaky Blinders superan su primer escollo, es cuando realmente empieza la metralla.

En las dos siguientes entregas, cada cual más oscura y densa que la anterior, vemos al gran Shelby pasar de ser Vito a Michael Corleone, más solo, más cruel, más vengativo, en cada nuevo episodio. Veamos cómo.

El argumento de esta serie es lineal, casi de videojuego. Según avanzan las temporadas, el enemigo final al que se enfrenta la familia Shelby es más difícil de vencer. El primero, el capo de la zona que controla los locales de apuestas que son objetivo de los Peaky Blinders, es una simple piedra en el camino a la que la familia, o más bien Ada, aparta de un puntapié; luego los malos se multiplican, y a los jefes de las mafias italianas y judías, cuyo jefe, Alfie Solomons, interpretado con un acento inescrutable por Tom Hardy, mantiene con una rigurosidad algo equívoca los pactos que sella, de Londres, hay que sumar los líos que Tommy se sigue trayendo con el IRA; y en la última temporada, entran en juego agentes infiltrados soviéticos, la vieja aristocracia zarista, el clero, con el personaje más repulsivo y odiado de la serie, una duquesa georgiana un tanto inestable que trae por el camino de la amargura al protagonista y, sobre todo, una terrible pérdida, que propicia el final de episodio más memorable de toda la producción, que desencadena una angustiosa ausencia que termina por desembocar en la conversión total de Thomas Shelby, atosigado por las consecuencias de sus propios actos, en el Michael Corleone de la segunda parte de la trilogía de El Padrino, indiferente a cualquier circunstancia, decidido, frío, calculador, solitario y sombrío. ¡Qué final de temporada, Dios mío!

Como ya he dicho, Peaky Blinders no tiene más lectura que la evidente, pero porque no son necesarias más. No hay adornos ni fanfarria innecesaria, hay crudeza y golpes y sutilezas dignas de las mejores series, y calidad detallista y artesana, calidad a raudales, calidad desbordante en todos los aspectos.

Declaro esta gran joya como una de las mejores series de los últimos años, capaz de competir con Juego de Tronos y Mad Men, y lo hago by order of the Peaky fucking Blinders!, como clamaría Arthur Shelby.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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