“Alien: Covenant”; la gaya ciencia y el monstruo que no cesa
Escribía Carlos Boyero en El País al respecto de Alien: Covenant (2017) que era difícil imaginar que cualquier cosa que hiciese su director, Ridley Scott, superara ya no solo a la primera cinta de la saga Alien (1979), sino sus tres primeras películas, a saber, Los duelistas (1977), la susodicha, subtitulada El octavo pasajero, y Blade Runner (1982). Y tenía razón. Son tres obras maestras, cada una en su estilo. Pero hay un pero.
La primera vez que vimos a la criatura espacial en la pantalla fue un hito para el cine. El director británico consiguió crear con muy poco una de las películas más angustiosas de la historia. Dotó a la nave Nostromo de un ambiente claustrofóbico inigualable que consiguió poner los nervios de punta a toda una generación y a sucesivas hornadas de cinéfilos. Y el gran mérito de El octavo pasajero es que el alien en sí apenas aparece en los minutos de metraje; es más, quizá una de las escenas más recordadas de la película, con permiso de la famosísima secuencia de la indigestión de John Hurt, sea la de los puntos parpadeantes que siniestramente se aproximaban en la pantalla de control, es decir, sin monstruos.
Esta primera aproximación a la saga iba directa a las entrañas, a los temores más íntimos de cada uno de nosotros. El eslogan era «En el espacio nadie puede oír tus gritos», y estaba bien escogido, porque el argumento iba dirigido a eso, al miedo puro y duro, sin tejemanejes filosóficos. Y esto cambia en Covenant.
Ridley Scott apela ahora al intelecto. Esquiva la metralla, en la medida de lo posible, porque aquí también la hay, para hincar el diente a las razones últimas que justifican las acciones de los seres humanos. Se puede decir que la película pierde la esencia de la primera y evoluciona a una versión más madura de los personajes originales. Tendrá sus detractores y sus defensores, a mí, personalmente, Scott me ha convencido. Además, ahora tenemos la suerte de contar con las dos versiones de la criatura.
En fin, vamos con ello.
La película abre con una escena que parece sacada de un relato de Asimov. Un robot, Michael Fassbender, discutiendo con su creador, Guy Pearce, sobre el sentido de la existencia. Silencio. Luego, otra versión de Fassbender nos da la bienvenida a la nave colonizadora Covenant justo cuando hay un fallo en la criogenización de los tripulantes y tiene que despertarlos a todos. Pobre Katherine Waterston. Ruido. La nave requiere reparaciones, y en ese impasse, los tripulantes detectan una transmisión aislada, y la localizan. Un planeta aparecido de la nada se planta en su horizonte, y es todo, y más, lo que estaban buscando en su destino, y está cerca. Así que deciden ir. Y así empieza lo malo, así nace la tragedia.
Esta cinta es bastante más explícita que la referencia, más abierta. Más megalómana. El alien, a diferencia, como hemos dicho, de El octavo pasajero, en la que apenas aparecía, adquiere gran protagonismo en Covenant. Copa un considerable número de minutos de metraje. Y esto resta, en mi opinión, enjundia a las interpretaciones de los angustiados actores: como vemos lo que está pasando, los actores nos transmiten menos. Sigourney Weaver y su suboficial Ripley encuentran su réplica en Waterston y su teniente Daniels. La primera cuenta con la obvia ventaja de ser la primera, con la inestimable ayuda del paso de los años, y por ello supera a la segunda; aunque, para mí, las dotes interpretativas de esta actriz, de las que ya hablé con motivo de sus personajes en Puro vicio (2014) y Animales fantásticos y dónde encontrarlos (2016), están fuera de toda duda y le vaticino un brillante futuro. Y así, Ian Holm y su oficial científico Ash hacen lo propio con Fassbender y la dupla Walter/David, robots en extremo antropomorfos; el primero era un cabrón desde el principio, y lo sabías, el segundo, en cambio, ofrece dudas y ambigüedad desde que aparece, y la inquietante expresión del actor germano-irlandés ayuda.
He dicho que esta precuela/secuela pierde la esencia de El octavo pasajero, y lo mantengo porque es verdad. Pero en cuanto al contenido, a la reflexión, a los diálogos y a la filosofía, Covenant gana por goleada a la primera. Sin darnos cuenta, nos plantea una problemática moral y teológica de difícil resolución. Scott, pico y pala, llega hasta los rincones más oscuros y profundos del alma humana. Trata temas existenciales como la presencia de un creador y la importancia del hombre en su obra, el sinsentido de la vida sin este, o incluso peliagudos, como el calado de los líderes carismáticos en un grupo social desesperado, y los peligros que esto conlleva, y la justificación de las acciones más terribles en pos de un supuesto futuro bien común -los paralelismos entre ciertos segmentos de la trama y algunos planteamientos de los sistemas totalitarios son obvios, aunque es necesario verlos-.
Más contenido y menos angustia, pero el mismo miedo, ese podría ser el resumen de la última película de Ridley Scott. Quiero decir que acabo de salir de la sala y que, según pasan los minutos, la cinta me gusta cada vez más; quiero decir que Alien: Covenant ganará adeptos con el paso de los años.
Eso y que la imagen negra y alargada de la cabeza de la criatura es ya imperecedera e imborrable de mi retina, y que, ahora, saliendo del cine, de vez en cuando giro la cabeza y echo un vistazo atrás. Por si acaso.
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