Cómicos
A lo largo de la historia del cine, muchos directores y guionistas han dirigido a actores para que hicieran de los actores ficticios que ellos escribían: las películas cuyos personajes protagonistas son los propios intérpretes, en cualquier época histórica, son frecuentes.
Desde El crepúsculo de los dioses (1950) hasta ¿Qué fue de Baby Jane? (1962) pasando por Cantando bajo la lluvia (1952), o incluso las recientes Birdman (2014) y La la land (2017), las historias que tienen a los actores como su eje central, o como su desencadenante, han establecido un género por derecho propio en el séptimo arte.
Pero dentro de este género ha surgido un subgénero: la metafísica de los cómicos. Y es que numerosos cineastas se han valido de los actores ambulantes para filosofar sobre la vida, la existencia y sus respectivos sentidos, si es que los tienen.
Y el que para mí es sin lugar a dudas el maestro por antonomasia del cine, Ingmar Bergman, encontró un filón en las cáfilas de actores para explicarnos a su excepcional e inimitable manera el sinsentido de ese extraño periodo de tiempo que comienza con el nacimiento. Un hecho lógico sabiendo que una de las pasiones de este director era el teatro, por una parte, y conociendo sus inquietudes filosóficas, por otra.
La inalcanzable obra del maestro nos ha regalado imágenes imperecederas, pero quizá la más famosa sea la de la partida de ajedrez de Max von Sydow con la personificación de la Muerte en El séptimo sello (1957). Bergman nos relata en esta imprescindible cinta las dudas vitales de un caballero sueco que regresa a su tierra natal después de las Cruzadas, y para resolverle estas inseguridades existenciales, el excombatiente recurre a un grupo de actores ambulantes.
Un año después, en El rostro, el director sueco volvía a plantearnos sus profundos pensamientos gracias otro grupo de artistas nómadas. Esta vez, recaen en una pequeña localidad escandinava del siglo XIX, y en medio de supersticiones, miedos primitivos y la expresión atormentada e inescrutable del incombustible von Sydow, Bergman hace entrar al espectador en su mundo de perpetua búsqueda de sentido a la vida.
Y estos son solo algunos ejemplos. Este elemento del cine bergmaniano es una constante a lo largo de su carrera. La protagonista de Persona (1966), otra de las tantas obras maestras que nos legó este genio, es una actriz que intenta huir de sí misma y que acaba chocando con una parte de su pasado, en El huevo de la serpiente (1977) unos artistas de cabaret del Berlín de los años 20 nos explican el porqué de los orígenes del nazismo, en Fanny y Alexander (1982), con una historia con tintes de literatura rusa, se puede ver claramente la influencia de Guerra y paz, el cineasta de Upsala recrea la vida de una familia aristocrática sueca a principios del siglo XX que mantiene una relación muy estrecha con el teatro, la primera secuencia de esta película, con un telón de fondo como telón de fondo, se encuentra sin duda entre lo mejor, y ya es decir, que rodó este director.
Uno de sus discípulos más adelantados, Woody Allen, en películas como La rosa púrpura de El Cairo (1985) o Balas sobre Broadway (1994), nos narraba su peculiar forma de ver el mundo a través intérpretes, unos alter ego tan histriónicos como los actores que los encarnaban.
Pero no solo Bergman y sus pupilos utilizaron este recurso para contarnos sus obsesiones vitales. Otro grande entre los grandes, Charles Chaplin, reunió, en Candilejas (1952), el último largometraje que rodó en Estados Unidos, a un decadente grupo de artistas de teatro para expresarnos sus agobios filosóficos de una forma magistral, como de costumbre, y con Buster Keaton.
Además, algunas de las obras cumbres de nuestro cine también pueden incluirse, cómo no, entre las cumbres de este subgénero. Dos de los más grandes cineastas patrios, Juan Antonio Bardem y Fernando Fernán-Gómez, en sus películas Cómicos (1954) y El viaje a ninguna parte (1986), dos de las producciones más importantes del séptimo arte español, rodadas en contextos históricos muy diferentes pero que cuentan contextos históricos muy similares, utilizaron actores para narrarnos la historia de un país que se deshacía y plantearnos las cuestiones filosóficas y vitales que caracterizan este modo de particular, y que tantas cintas de calidad ha propiciado, de hacer cine.
Nombro algunas y me dejo otras muchas en el tintero, La noche americana (1973), de Truffaut, por poner un ejemplo, pero se ha visto que el cine, y sobre todo, el cine, o el teatro, dentro del cine, es un medio excelente para encontrar sentido a todo lo que no lo tiene.
Y la comedia no ha terminado.