¿Qué coño han hecho con mi libro?
La imagen de Boris Vian muriendo de un ataque al corazón en el cine parisino Le Petit Marbeuf mientras se proyectaba la película basada en su novela Escupiré sobre vuestra tumba (Michael Gast, 1959), ya sea por motivos de un delicado estado de salud o por el horror que le causó un film del que renegó casi desde el inicio del rodaje, viene al pelo para ilustrar esas adaptaciones cinematográficas mal aceptadas.
Del papel a la cinta de celuloide, la literatura y el cine han ido unidos desde sus inicios, más la base del séptimo arte es consecuencia directa de la palabra escrita, a la que sólo quedaría añadirle las imágenes, y… voilà! Trabajo terminado. Muchas de las grandes, y pequeñas, producciones están inspiradas, en ocasiones de la forma más rastrera, por novelas, cuentos o cualquier otro tipo de escrito; algo que ayuda bastante al guionista y que podría parecer que a partir de un libro su menester es coser y cantar. Sin embargo calzar un libro en una película puede ser más complejo que tallarlo desde el principio, puesto que tendrá sobre sus cabezas el mazo de la mirada de aquellos que, de haber leído, conocen la historia.
Sin tener carnet de escritor, algo que daría mayor libertad de crítica, se corre el peligro de caer en el prejuicio, acudiendo a frases tan típicas y desacertadas como “eso no lo pone en el libro” o, peor aún, “me espero a la película”. El problema de la decepción viene por la imagen que nos hemos hecho de las palabras de una novela y al ver su traducción en las imágenes de la pantalla, mejor o peor, nos encontramos siempre con algo completamente distinto, para bien o para mal, de lo que nos habíamos planteado, que no es otra cosa que la impresión de otro ser humano (con ojos y cara) como es el propio director del film. Un libro debe ser juzgado como libro, y una película, venga de donde venga, como película.
Sin embargo, no se puede olvidar que muchas de las grandes obras del cine beben, como se ha dicho, directamente de la literatura. Se podría incluso decir que si no fuese por ella, grandes directores no habrían gozado de una filmografía, a priori, tan brillante. Es el caso de Francis Ford Coppola, quien cuenta entre sus obras cumbre con varias adaptaciones literarias. Las dos primeras entregas de El Padrino (1972 y 1974), cuyos guiones escribió junto al autor de la novela, Mario Puzo; Apocalypse Now (1979), escrita con John Millius e inspirada en el cuento de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas (1902), que relata los hechos que el propio autor vivió en el Congo, colonizado y devastado por Leopoldo II de Bélgica, que Coppola sustituyó de manera, eso sí, soberbia por Vietnam; pero sobre todo, en cuanto a la libertad artística del director, encontramos La ley de la calle (1983), sobre la novela de Susan E. Hinton (1975), con esa inolvidable fotografía en blanco y negro salvo sus peces de colores, y Drácula de Bram Stoker (1993), una de las mejores adaptaciones del famoso vampiro que, sin embargo, sufre la carga de llevar el nombre del autor en el título como si ésta fuese la adaptación al pie de la letra del escritor.
También nos encontramos las novelas más clásicas y sus acertados intentos de convertirlas en versiones lo más fieles posibles, como sucede en el género negro, dando títulos como El sueño eterno (Howard Hawks, 1946), sobre la obra de Raymond Chandler, o El halcón maltés (John Huston, 1941) de Dashiell Hammet. Sin olvidar las intrigas de Agatha Christie como Testigo de cargo (Billy Wilder, 1957) o las aventuras de su Inspector Poirot con películas como Asesinato en el Orient Express (Sidney Lumet, 1974). Cintas donde más que una cuestión estética se trata de hacer el trasvase de libro a imagen de forma precisa y elegante consiguiendo librarnos del vicio de la comparación, haciéndonos olvidar que hubo libro, o mejor dicho separando éste de la película. En este apartado de clásicos inolvidables que cumplen con este requisito cabe destacar el género de aventuras con Los tres mosqueteros de Alexandre Dumas, en su versión de 1948 dirigida por George Sidney, o el suspense casi fantasmal de Rebecca, de Daphne Du Maurier, llevada al cine por el maestro Hitchcock en 1940. Además, mencionar clásicos más contemporáneos, como la Lolita de Kubrick (1962) basada en la obra de Vladimir Nabokov, Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961) de Truman Capote, El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991) sobre novela de Thomas Harris, Trainspotting (Danny Boyle, 1996) de Irvine Welsh, el resurgir de la mejor narrativa de género negro con L.A. Confidential (Curtis Hanson, 1998) de James Ellroy, Mystic River (Clint Eastwood, 2003) de Dennis Lehane o la más reciente Puro Vicio (Paul Thomas Anderson, 2014) sobre la obra de Thomas Pynchon. Además de ese realismo sucio, encumbrado en la figura del escritor que nunca quiso ser encumbrado Charles Bukowski, con tres películas basadas en sus relatos: la italiana Ordinaria locura (Marco Ferrari, 1981), Barfly (Barbet Schroeder, 1987), escrita por él mismo, y Factotum (Bent Hamer, 2005).
En cuanto a ese cine que no pretende mancillar el nombre de la literatura, sino ofrecernos otro punto de vista a base de la creatividad del director existen innumerables ejemplos, a pesar de que aquí sí se pueden advertir ciertas catástrofes, como la de convertir la obra de Stevenson Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de un trastorno bipolar a la monstruosidad más excesiva, las adaptaciones más contraproducentes que se han hecho del Frankenstein de Mary Shelley o ejemplos más concretos como transformar al protagonista de El perfume (Tom Tywker, 2006) de Patrick Süskin de un bicho raro casi inhumano a un guaperas raro. Por otro lado, encontramos grandes obras que han sabido sacar más jugo, si cabe, del que la novela nos ofrecía. Títulos en un principio complicados de adaptar al cine, como La Naranja Mecánica (Stanley Kubrick, 1971) de Anthony Burgess, La espuma de los días (Michael Gondry, 2013) de Boris Vian o dos obras de Cormac McCarthy, como la desacertada The Road (John Hillcoat, 2009) y No es país para viejos (2013), donde los hermanos Coen supieron llevar al lenguaje cinematográfico una novela que según los críticos no quiere ser una novela. Sin olvidar aquí al reinventor de historias Quentin Tarantino, con su homenaje a la blaxploitation en Jackie Brown (1997), adaptando la novela de Elmore Leonard Rum Punch.