“The Big Bang Theory”; una odisea de una década (y más)
En más de una ocasión me he declarado, por estos lares, seguidor incondicional de The Big Bang Theory. Y lo seguiré siendo una vez concluya la serie y terminen las peripecias de Sheldon, Leonard, Howard, Raj, Penny, Bernadette y Amy, cuando ya no haya más «toc, toc, toc, Penny», ni más «estás en mi sitio», ni más mudez intermitente y pasajera de Koothrappali, ni más locuras y ocurrencias de Wolowitz, ni más idas y venidas del matrimonio Hofstadter, ni más conversaciones frikis, ni más lecciones verdaderas de física…
Incluso cuando las banderas dejen de ser divertidas y las camisetas de Flash estén guardadas en el armario y las expediciones a Bakersfield con disfraces de personajes de Star Trek se den por finalizadas y el Profesor Protón deje de disfrazarse de Obi-Wan y las noches de los miércoles ya no sean noche de Halo y las de los jueves, de pizza, incluso cuando quede claro qué es sarcasmo y qué no, seguiré volviendo a la Avenida de los Robles de Pasadena, California.
Algo parecido a lo que ocurre con Friends: por muchas veces que pasen las reposiciones de los capítulos, los mismos puntos cómicos siempre sacan las mismas carcajadas y siempre evocan los mismos buenos recuerdos y las mismas tazas de café gigantes del Central Perk, aquella cafetería de Nueva York a la que hace veintitrés años -sí, veintitrés-, Rachel Green entró vestida de novia.
Y hace ya una década -sí, una década- que dos físicos, uno espigado y otro encorvado, subían las escaleras hasta un cuarto piso de un edificio cualquiera y veían con sorpresa que tenían una nueva vecina enfrente y solo acertaban a decir «hola», y lo que aparentemente iba a perturbar únicamente su cena de una noche acabó convirtiéndose en todo un universo, en un pequeño gran microcosmos de personas, de amistad y de amoríos, que nos ha atrapado, por lo menos en lo que a un servidor respecta, desde el primer momento hasta el penúltimo, con uno de esos dos físicos, el más larguirucho, arrodillado frente a su novia, a su Darlin´, como dirían los Beach Boys, con un anillo de compromiso entre las manos.
Reconozcámoslo, The Big Bang Theory tiene tirón. Y no lo digo yo, como su fiel fan. Lo dice la undécima temporada, recién estrenada lo dice la confirmación de la duodécima y lo dice la precuela El joven Sheldon, también a las puertas, en la que se nos desvelará la difícil infancia de una inadaptado y superdotado futuro doctor Cooper. Y también lo afirmo yo, qué narices, que soy quien está escribiendo, cuando aseguro que esta serie nos ha brindado el mejor personaje que una comedia de situación haya creado, que ha sido capaz de hacer divertida a la pura lógica, y a una de las mejores duplas: Sheldon y Leonard, una genial revisión friki del mito de Sherlock Holmes y John Watson, y unos grandísimos protagonistas/secundarios, todos ellos; todos ellos personajes de una gran profundidad y complejidad; todos ellos interpretados por unos actores de categoría, de primer, primerísimo, nivel, polifacéticos, como demuestran los premios de Jim Parsons y los números musicales de Wolowitz con el piano y con la voz -ni Neil Diamond se le resiste-. Y, cómo olvidarlo, como prueba el cameo más espectacular de la historia de la televisión: el mismísimo Stephen Hawking reprochándole a Sheldon que olvidara que se llevaba una.
Pero es fuera de estos aspectos más carismáticos donde The Big Bang Theory encuentra su verdadera importancia. Escribía el físico y miembro de la RAE José Manuel Sánchez Ron hace unos meses en El Cultural, que el punto fuerte de la serie ha sido mostrar la vida de los científicos sin estigmatizarlos, sin cargarlos de clichés, sino reflejándola como parte de otras vidas, como parte de una sociedad. Y puede que exagere, o puede que no, porque, repito, este espacio es mío, cuando asevero que gracias a este factor, en los últimos años han proliferado las películas basadas en las vivencias de científicos eminentes, como es el caso del propio Hawking en La teoría del todo, o de Alan Turing en Descifrando Enigma, ambas del 2014.
En estas cintas, al contrario de lo que afirma el anterior académico en sus palabras cuando hace referencia a ellas, se refleja a estos dos genios involucrados en el mundo y en las circunstancias en las que les ha tocado vivir. Al primero, se le muestra, junto con su mujer, luchando contra su enfermedad, e interactuando con amoríos cuando concluye Historia del tiempo, su ensayo más famoso; al segundo, en cambio, nos lo plasman intentando descomponer la máquina de codificación nazi, y aunque lucha tanto por su ego como por su país, si combatir, aunque sea fuera de trinchera, en la Segunda Guerra Mundial cuando tocó no es remangarse y descender al mundo, ¿qué lo es?
Puede que sin The Big Bang Theory estas películas nunca pudieran haberse concebido como finalmente salieron a la luz, y que los físicos siguieran siendo caricaturas de Einstein en la gran pantalla.
Al margen de tragedias personales o globales, como los anteriores casos, otra de las cosas que se nos enseña en la serie es a estos científicos desenvolverse en el mundo de la cultura de los dos últimos siglos. Otra novedad, otro argumento a favor. Su gusto por las películas de superhéroes, por los cómics, por los videojuegos y los juegos de rol… es un retrato de su interactuación con los mundos de ficción, y de ciencia ficción, que tanto les apasionan. Porque Guía del autoestopista galáctico es cultura, porque Firefly, Doctor Who y Juego de Tronos son cultura, porque Blade Runner (1982), por supuesto, y Planeta prohibido (1956), ojo al cartel que aparece en la puerta del fondo del salón de Sheldon y Leonard en los primeros capítulos, y El tiempo en sus manos (1960), y las sagas de Star Wars y Star Trek, son cultura, porque Superman y el Capitán América, en cualesquiera de sus vertientes, también son cultura. Ese es el hecho, y aunque los gustos y preferencias pueden variar, a estos personajes les encantan todos estos universos, y en la serie se nos muestra, de forma totalmente normalizada, a este grupo de científicos apegados a esta parte del que nosotros conocemos.
Y, ¿quién sabe? Quizá las películas de Marvel y DC no serían tan populares actualmente si los gustos de estos científicos fueran otros. Quizá Los Vengadores tendrían poco que hacer en el cine si Joss Whedon no fuera el director preferido de Sheldon y compañía.
Ahora se escribe mucho sobre cuánto se nota el desgaste de las tramas de esta ficción, que ya no cuenta con la frescura y la novedad de las primeras temporadas, y a mí me parece que esto es síntoma de uno de los principales problemas de este país, y, por lo visto y vistas noticias recientes, del mundo entero, que no es otro que el olvido temprano. Algo, aunque sea una serie de televisión, que nos ha dado tanto, tantos buenos ratos, no merece, ni remotamente, una palabra más alta que otra ni una sílaba fuera de tono. Se nota el desgaste porque se tiene que notar, porque ha evolucionado con sus personajes, que ya peinan más de una cana, que han roto sus propios esquemas con el paso de los años, como haría cualquiera, y el verano deja paso al otoño, porque lo que The Big Bang Theory nos muestra es una parte de la vida: la de los lazos de amistad y de amor que unen a las personas por encima de cualquier circunstancia, que se sobreponen incluso a tres meses de expedición en el Polo Norte o a ser la novia del doctor Cooper.
Y todo empezó, hace diez años, con un big bang, como dice la sintonía. Una década desde que dos físicos, uno espigado y otro encorvado, subían las escaleras hasta un cuarto piso de un edificio cualquiera de California y descubrían con sorpresa que tenían una nueva vecina enfrente y que solo acertaban a decir «hola». Y como mínimo tendremos dos temporadas más. Esperemos que los responsables de la serie no acierten a decir «adiós».