«Wonderstruck. El museo de las maravillas»; Haynes teje un retrato caleidoscópico sobre la mirada infantil y la necesidad de comunicación homenajeando al cine como valor expresivo
Todd Haynes toma con enorme fidelidad la novela original tejiendo ambas cronologías en paralelo; ofreciendo de paso un suculento homenaje al cine
Tras tejer una obra maestra hace varios años como la infravalorada Carol – una de las historias de amor más sensibles y hermosas del cine contemporáneo -, el cineasta Todd Haynes recoge la traslación al cine de la obra homónima de Brian Selznick para tejer dos historias en paralelo que rezuman cine y delicadeza para hablar de la fragilidad y maravilla de la infancia, de la comunicación y el lenguaje y homenajear la cultura, los museos y al propio séptimo arte.
Tras la primera experiencia que supuso La invención de Hugo de Martin Scorsese, Selznick decide adaptar por él mismo su best-seller Wonderstruck; una emotiva novela que narraba de forma paralela las vivencias de dos niños solitarios en 1927 y 1977 respectivamente; la primera contada a partir de dibujos en lápiz y la segunda de forma literaria. Esta ambiciosa y suculenta adaptación llega a manos de Haynes, uno de los directores estadounidenses más sensibles, valientes y destacables del cine estadounidense de las últimas dos décadas.
Haynes toma con enorme fidelidad la novela original tejiendo ambas cronologías en paralelo; ofreciendo de paso un suculento homenaje al cine, inspirándose en referentes de cada época y diferenciándolas visualmente – 1927, narrado en blanco y negro y como una cinta muda de la eṕoca y la de 1977, en un marcado colorismo – jugando además con gran sensibilidad con los códigos del lenguaje cinematográfico, sobretodo el sonoro y la banda sonora – magnífica partitura de Carter Burwell – adaptándolo a lo visual como el cine mudo utilizaba; justificado en lo narrativo por la discapacidad auditiva de ambos niños.
Haynes teje dos tramas en paralelo que convergen en el eco de sus acciones de una forma delicada y de aparente sencillez, dos historias de dos niños solitarios (de aires dickensianos) que buscan encontrar su lugar y su sentido en la sociedad en su viaje a Nueva York – retratada fielmente y con amor en ambas épocas, convirtiéndose en un bellísimo personaje más – convergiendo ambas en su tercer acto, en el cual los dos inadaptados encontrarán un valor, encontrándose con la familia, la amistad y el valor de la inocencia. Un acto final en el que Haynes ofrece sus mayores logros como director gracias a la sensibilidad de esa Nueva York y flash-back en stop-motion que nos llevan a la lágrima desde su amorosa artesanía.
Con un revelador reparto infantil interpretado por Oakes Fagley y una maravillosa Millicent Simmonds y estrellas consagradas (y habituales de Haynes) como una magnífica Julianne Moore y una breve Michelle Williams; Haynes teje además un maravilloso retrato sobre la inocencia y el valor de la mirada infantil y un enorme homenaje a la fuerza del cine – con ficcionada cinta muda de claros ecos a El viento de Victor Sjostrom – y la necesidad de conservación del arte, la memoria y la Historia.
Haynes teje una cinta de enorme riqueza en su homenaje al cine como valor expresivo, que a veces parece ensimismarse por ella misma en algún tramo – y homenajear quizás demasiadas cosas – y no llega quizás al magistral equilibrio de la magistral Carol; ni al atrevimiento radical que supuso I’m Not There o Velvet Goldmine pero cumple con su cometido y mensaje de transmitirnos su apasionado discurso y de hacernos mirar más allá de la realidad, devolvernos a nuestra inocencia y capacidad de soñar, a mirar a las estrellas con la inmortal Space Oddity de David Bowie (utilizada recurrentemente en la cinta) como banda sonora vital para ir más allá.