Bergman ganó la partida (I)

Una de las imágenes más lúcidas, y que más fuerza y mensaje ha logrado transmitir en la historia del cine, que yo recuerde haber visto en una película se me quedó grabada, imperecedera, en la retina y en la memoria cuando, tras asimilar lo que acababa de presenciar y lo que aquello significaba, terminé de ver, por primera vez, El séptimo sello. Después de contemplar aquel sombrío espectáculo visual y filosófico de ese genio conocido como Ingmar Bergman, fui incapaz de borrar de mis mientes la partida de ajedrez que el protagonista, aquel desdichado caballero cruzado, mantuvo con la muerte.

Fui incapaz, digo, porque, además de constituir una alegoría excepcional del miedo a la muerte y el deseo inherentemente humano, e inevitablemente inútil, de postergarla, que se enrocó con vehemencia en mi pensamiento, me pareció, con el paso del tiempo y con la sucesión de películas del director sueco que fui viendo, una inestimable metáfora de la carrera del propio cineasta, que rezuma temor por su propio óbito, que, en lugar de jugar al ajedrez con la muerte, hizo películas para esquivarla.

La diferencia de los destinos de Bergman y del de su personaje, en este caso, y en otros muchos, interpretado por Max von Sydow, es que el de Upsala ganó la partida.

A lo largo de su inalcanzable y extensa filmografía, inaccesible hasta para la entropía, el director nos ha brindado, a lo largo de más de 70 años de producciones para cine y televisión, una deconstrucción de sus miedos y obsesiones, un continuo juego de espejos entre actor, director, personaje, espectador e historia, en forma de innumerables obras maestras, increíblemente influyentes y homenajeadas por otros grandes, como Woody Allen, su discípulo más adelantado.

Y Bergman ganó la partida por películas como Un verano con Mónica, la primera de sus imprescindibles. En ella, el director nos cuenta la historia de dos jóvenes que desean huir de su vida hacia un refugio común, que toma la forma de una isla desierta, en el que ambos puedan vivir su amor. El director habla de la rebelión, de la juventud, de los amoríos tempranos, de la evasión, mediante el cine, de unas condiciones de vida insostenibles, caracterizadas por la explotación laboral y la pobreza y los abusos y el alcoholismo, y, sobre todo, de confrontación entre el idealismo y la realidad, personificados por aquel trozo de tierra aislado y solitario en el que los protagonistas son, por un momento, felices, y por la ciudad industrial en la que viven y padecen, y a la que acaban por volver.

Y todos estos argumentos Bergman los impregna con imágenes incomparables de ternura y, sobre todo, de erotismo, no solo por el desnudo integral de Harriet Andersson, sino por los primeros y enfáticos planos que el director dedica al primer beso entre los dos personajes principales, que parecen sacados directamente de los del pasional momento entre Ingrid Bergman y Cary Grant en Encadenados. Pero de todas las imágenes de Un verano con Mónica, yo, personalmente, me quedo con aquel primer plano de la protagonista fumando, mirando directamente a cámara, cuando ya la pareja ha regresado, y tenido un hijo, que permanece al cuidado del padre, reivindicando, silente, su rebelión y autonomía, y hasta su misma insolencia.

Y después de su primera gran obra, quizá algo más alejada de sus temáticas más habituales posteriores, llegaron dos de sus películas más representativas, y en el mismo año; llegaron la renombrada El séptimo sello y Fresas salvajes.

De la primera, cualquier cosa que se diga se quedará, invariablemente, corta; independientemente de las veces que se vea. Superficialmente, me atreveré a decir que en esta obra sobresale la presencia perenne de la muerte, representada, además de por su espectral figura, por aquel pájaro que en la primera secuencia sobrevolaba aquella playa en la que se desarrolló la proverbial partida de ajedrez, y por la máscara del grupo de actores cómicos, que, colocada en el ángulo preciso, supervisaba las conversaciones de aquellos benevolentes intérpretes que dieron consuelo y cobijo al caballero von Sydow y su escudero.

Estos dos últimos personajes son otra de las claves de El séptimo sello. El cruzado que regresa a su tierra representa lo espiritual, lo que queda demostrado porque es él el que está en permanente contacto con la representación de la muerte (y es el único que la ve, a excepción de uno de los actores, antes de que alcance a todos los personajes), con los intérpretes, que representan la inocencia, y, al final, son los únicos que se salvan, y con la mujer a la que consideran endemoniada; el escudero, por su parte, personifica lo terrenal, porque es el que se relaciona con las gentes de carne y hueso, con aquel herrero, con la mujer adúltera y con el pintor de la iglesia. Además, como detalle curioso, en la mencionada primera secuencia, ambos están tumbados en la playa, el caballero, con los ojos abiertos, bocarriba, y el escudero, bocabajo, durmiendo.

Bergman desgrana el miedo a la muerte, a la nada, al silencio de Dios, tema que vertebra una gran parte de su filmografía, Los comulgantes es otro excelente ejemplo, que provoca fanatismo y violencia (encarnados por aquellos integristas que se flagelan para expiar los pecados del mundo y pronostican el apocalipsis como repuesta a la epidemia de peste que asoló Europa en el siglo XIV), enfatizando en la necesidad de la existencia de una deidad para dar sentido a la vida.

La segunda, Fresas salvajes, es una road movie al estilo del director sueco. Un anciano doctor, tras una terrible pesadilla en la que contempla su propio, y solitario, cadáver, decide hacer el viaje hasta su universidad, donde le han preparado un homenaje, en coche en lugar de en avión. Y este trayecto sirve de excusa al director para profundizar en los recuerdos del protagonista, radiografiando la importancia del pasado, los recuerdos, el paso del tiempo y la juventud perdida (que queda simbolizada por los jóvenes que acompañan al docto anciano y por su forma de contemplarlos), en los actuales sentimientos de culpa y soledad.

Bergman otorga gran importancia a las escenas oníricas, pues son las que hacen recapacitar al protagonista, especialmente a través de las imágenes de los relojes sin agujas, para construir una de sus mejores películas, cimentada, también, por una interpretación genial de ese tesoro universal que es Ingrid Thulin, la nuera del médico, y por sus preocupaciones existenciales características, Con Fresas salvajes, este genio inaugura, por otro lado, sus críticas a la institución matrimonial, algo que será, asimismo, recurrente a lo largo de su futura carrera, de lo que da testimonio, entre muchísimas otras, Secretos de un matrimonio. Woody Allen, por cierto, ofreció su particular versión de esta historia en la genial Desmontando a Harry.

Y este cine de conflicto interior y personal, esa narrativa de caminos internos que no van a ninguna parte, encontró su perfecta réplica, un año después de estos dos pilares del cine, en una de mis películas favoritas, permítanme esta frivolidad, dentro de la carrera de Bergman: El rostro. El director presenta otra batalla, esta entre lo racional y lo intangible, entre la ciencia y la magia, lo conocido contra lo incognoscible, en la que el miedo a la muerte sirve como excusa para liberar instintos básicos, como diría aquel, con erótico resultado.

El rostro relata cómo un grupo de ilusionistas y actores de circo de mediados del siglo XIX, tema también recurrente en el cineasta de Upsala, emplear intérpretes como recurso discursivo, busca refugio de una noche de tormenta en un caserón en el que habitan un médico, representante de la ciencia, cínico, y al que, a pesar de su carácter descreído, también le llega, con el tiempo, el miedo a la muerte, un cónsul, de la alta sociedad, que Bergman utiliza para hacer notar la hipocresía de las clases altas, y un comisario, que escenifica la fuerza. Todo se desarrolla en una noche y una mañana, con una estructura de obra de teatro, y la historia ofrece uno de los finales más esperanzadores de la carrera del cineasta.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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