Bergman ganó la partida (II)

Creo recordar que estaba diciendo que tras la primera etapa de la obra de Ingmar Bergman subyace un cine de conflictos internos, y ahora añado que estos oscuros caminos del alma acaban desbordados por la brutalidad intrínseca de la magistral El manantial de la doncella. El director adapta una historia tradicional medieval sueca para presentarnos una arrolladora fábula de venganza y redención, de confrontación entre un ideal religioso y la cruel realidad humana, de la pérdida de la inocencia y de la culpa, a través de la violación y el asesinato, perpetrados por unos pastores, de una joven a la que su padre manda hacer un recado fuera de los límites de su casa.

Una obra impagable, que le valió al cineasta su primer Oscar, en la que Bergman es capaz de crear tensión, gracias al impenetrable rostro de von Sydow, con un primer plano, en una escena en la que el padre va sacando las prendas desgarradas de su hija asesinada de los zurrones de los criminales, que han acudido a la casa de aquel para buscar refugio. Es difícil de decir, pero el actor y el director ofrecen en El manantial de la doncella tres de las imágenes más potentes de la cinematografía mundial: von Sydow enfrentándose a un árbol y rompiendo el tronco, simbolizando la ruptura con su piadoso pasado religioso; consumando, luego, la venganza por su hija, y Bergman mostrándonos el apogeo de la cólera del padre, culminando su vendetta, a través de las llamas de una hoguera; y aquella imploración y reproche a Dios, el anterior valedor del personaje, como mudo testigo del atentado contra su descendencia, rodada con la cámara colocada detrás del actor, en una de las secuencias más dolorosas que yo recuerdo.

Además, en esta película he podido apreciar ciertas similitudes con la obra de Hitchcock, como en Un verano con Mónica y Encadenados, ya que la protagonista, la «doncella» del título, muere a los 40 minutos, como Janet Leigh, posteriormente, en Psicosis, o el detalle de que los asesinos sean descubiertos por las prendas de la víctima, que ellos mismos guardan tras el crimen.

Y después de esta subyugación, Bergman parió Como en un espejo, una película que, en cierto modo, rompe con la tendencia anterior; en cierto modo porque sigue manteniendo las líneas maestras de su trabajo. El director concibió una de las películas cuya revisión para esta serie de reportajes más me ha impresionado, construida sobre la base de las relaciones familiares para abordar temas como el amor como condena y salvación, la pérdida y la culpa, y las tremendas interpretaciones de Harriet Andersson y Gunnar Björnstrand; una obra hecha para exorcizar demonios e infiernos personales. El cineasta consiguió desarrollar una de sus escenas más devastadoras en aquella en que Björnstrand le confiesa a von Sydow su intento de suicidio, en aquel barco que, aparentemente, viajaba a la deriva.

¿Y qué decir de Persona? ¿Qué decir de este continuo juego de espejos y rupturas de la cuarta pared? Técnica, ya que estamos, a la que Bergman da una vuelta de tuerca cuando el personaje de Liv Ullmann hace una foto a la propia cámara. Pues poco se puede hablar de esta cinta inalcanzable, que narra la relación de una actriz y su enfermera durante un retiro por una crisis existencial de aquella, de aquella idea maravillosa de que Elizabeth, Ullmann, y Alma, Bibi Andersson, son la misma persona, o una un personaje de la otra (el director vuelve a utilizar a actores, en este caso, la aparentemente muda Elizabeth Vogler, que comparte apellido e impostada mudez con el de Max von Sydow en El rostro, por cierto).

Bergman compone sus personajes en Persona como Unamuno hizo en Niebla, novela, o nivola, en que el protagonista llega a entablar un diálogo con el propio autor; en el caso de la cinta, Alma confiesa a Elizabeth, hablando de una relación amorosa que tuvo, que «era como si todo estuviera ya escrito, incluso lo que no nos habíamos dicho» o «es como si fuera otra persona». Cabe destacar la primera escena de la película, aquella secuencia con aquel niño ingoto mirando, cómo no, a cámara, en la que, al cambiar el plano para mostrarnos lo que está mirando el muchacho, aparecen imágenes de Ullmann y Andersson en alternancia.

A todos estos ingredientes hay que añadir un portentoso trabajo de fotografía, probablemente el mejor en la carrera del gran Sven Nykvist, especialmente en la escena en la que se nos muestra a Alma durmiendo y a Elizabeth visitándola, con un uso extraordinario de la gama de blancos, que se va convirtiendo, poco a poco, en la de negros. Sería demasiado atrevido afirmar que esta es la cumbre de Bergman, pero me quedo corto al aseverar que Persona es uno de los pilares fundamentales de la cinematografía universal.

Y de las obsesiones por los reflejos y las sombras del director sueco pasamos a su fijación por el color rojo y los primeros planos en Gritos y susurros, una tragedia casi teatral, un drama casi lorquiano, compuesta con personajes perfectamente definidos y construidos para elaborar la historia y los demonios de cada una de las tres hermanas y la sirvienta que se reunieron en aquella angustiosa casa, con una puesta en escena deslumbrante, para cuidar a la familiar moribunda. Esta enfermedad les vale a las protagonistas (Ingrid Thulin, en otro papel brillante, Liv Ullman y Harriet Andersson) para darse cuenta de que cada una huye de sus propios infiernos, que pasan por matrimonios vacíos, el propio hastío de la existencia y la muerte de una hija (este último caso, el de la criada, que ve a la enferma como a su descendencia perdida y es la única que permanece con ella hasta el final).

En Gritos y susurros pueden apreciarse los temas habituales en Bergman, principalmente, el miedo a la muerte, y la influencia de la película La palabra, de Carl Theodor Dreyer, en el momento en que la hermana, ya fenecida, vuelve, por unos instantes, a la vida.

Y de estas angustias saltamos hasta Cara a cara, una de las experiencias más terribles, en el buen sentido, que se pueden vivir con el cine. El genio de Upsala narra con un perverso sentido de la ironía (la protagonista, de nuevo Liv Ullmann, es una psiquiatra que acaba perdiendo la razón) el descenso a los infiernos, a los personales, de una mujer atormentada por la culpa, el miedo a la muerte y la figura dominante de su abuela.

Con el intento de violación a la doctora, que perpetran unos ladrones que se habían colado en la casa de una de sus pacientes, se rompen la película y el personaje, lo que nos brinda una imagen arrasadora de su mano ascendiendo y descendiendo por el estampado de la pared cuando Ullmann intenta suicidarse tras el suceso; se rompe cuando nos muestra los traumas de la protagonista de la forma espeluznante y genial que quisiera haber logrado David Lynch con esa tomadura de pelo manifiesta, sí, lo he dicho, que es Twin Peaks a partir de la mitad de la segunda temporada. Portentosa interpretación de la actriz noruega, que encarna, casi literalmente, una de las secuencias más duras de la carrera de Bergman, en la que pasa de la risa nerviosa a la desesperación absoluta en cuestión de segundos.

No se muevan, que aún queda mucha tela que cortar, y muchas piezas por mover en esta partida de ajedrez que ganó Bergman.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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