Robinson vuelve a casa
Las road movies, un género aparentemente centrado en un viaje por carretera, permiten analizar a la sociedad como pocas películas de cualquier otro género. La odisea de los protagonistas a través de sus caminos son la base perfecta para que guionistas y directores diseccionen una parte de la humanidad y nos la muestren tal y como es: el planteamiento de estas cintas, habitualmente lineal, desplaza a los personajes de un sitio a otro con diversos fines, desde simplemente alcanzar su destino, o huir de él, o de ellos mismos, hasta realizar un análisis minucioso de un aspecto de este mundo.
Desde que Ridley Scott nos contara la historia de amistad contra todas las circunstancias de dos mujeres con terribles ansias de libertad que intentan escapar de una sociedad asfixiante, claustrofóbica y misógina en la magnífica Thelma & Louise (1991), los últimos 30 años nos han dejado excelentes películas de este género. Por nombrar algunas, Flores rotas (2005) de Jim Jarmusch, que nos presentaba a un crepuscular Bill Murray buscando la redención, y a su hijo, de un crápula venido a menos, o Pequeña Miss Sunshine (2006), con el genial Steve Carell, aquella pequeña gran joya que nos descubrió la presión que unos padres pueden ejercer a sus hijos y a la repelente sociedad que los aplaude, son dos grandes ejemplos de road movie moderna.
Pues bien, hace poco vi Captain Fantastic (2016), de Matt Ross, protagonizada por Viggo Mortensen, que obtuvo una merecidísima nominación al Oscar al mejor actor por este trabajo, a la altura de su papel en Promesas del Este (2007), de David Cronenberg, en la que se transformó en mafioso ruso. Esta película, además de ser uno de los mejores análisis de la sociedad que se han hecho en los últimos años, superada, eso sí, por la grandísima Her (2013), de Spike Jonze, da una vuelta de tuerca a todas las cintas de este género: los protagonistas no huyen de su destino, al contrario, se lanzan a él cuando les toca.
Captain Fantastic narra las peripecias de un hombre que ha decidido educar a toda su familia en las profundidades de un bosque, al margen del resto del mundo, como Robinson en su isla. Sus hijos saben de todo, son expertos tanto en literatura, como en música, en física y en política. Pero se ven obligados a regresar a la sociedad cuando la madre, después de una larga enfermedad, se suicida. Y es durante ese viaje donde este peculiar grupo -en lugar de celebrar la Navidad, conmemoran le nacimiento de Noam Chomsky, ahí es nada-, nos muestra sus peculiaridades y las rarezas que ellos observan en el resto de la humanidad.
Pero este es el argumento de la película, ahora analicémosla.
La sociedad que este hombre y su mujer han creado, aunque solitaria y aislada, es aparentemente perfecta. Equitativa, igualitaria y con una educación infinitamente superior a la de los niños escolarizados. El padre les enseña música, literatura, física, matemáticas, economía, medicina, filosofía, educación física, a cazar, a escalar… Con él aprenden que nadie les va a regalar nada en la vida, que el mundo es un lugar injusto en el que hay que saber desenvolverse para poder forjarse la suerte, aunque sus métodos pedagógicos son cuestionables. Juntos han creado un ideal de vida. Todos tienen lo que necesitan.
Y la primera capa de Captain Fantastic es esa crítica implícita al mundo actual. Cuando la madre finalmente muere y tienen que volver a la ciudad, los niños, y no tan niños, se asombran de ver continuamente a gente ignorante y obesa, en contraposición con ellos, que dominan todas las materias y están perfectamente en forma, se escandalizan por el consumismo imperante, la mojigatería impostada y la torpeza de las autoridades -qué momento cuando el personaje de Mortensen, vestido de forma descarada, llega al funeral de su mujer y pronuncia un discurso en el que retrata la falsedad de todos los presentes, incluida su familia, que no han respetado sus deseos de ser incinerada y de que sus cenizas se esparcieran en el primer váter, sí, sí, en el primer retrete, que encontraran, otro punto de ruptura con los cánones establecidos-.
Se asombran de la torpeza de las autoridades porque su líder es infalible. Y este es el segundo estrato. La obra conecta las costumbres esta familia única con algunas prácticas de los sistemas totalitarios. Todo el grupo hace lo que el padre dice, se acatan sus órdenes como y cuando las pronuncia. Siempre está dispuesto a debatir sus decisiones, pero únicamente un hijo, con todos sus hermanos en contra, se atreve a decir que no. Y otro síntoma claro de este paralelismo es la discusión que mantiene el cabeza de familia con el hijo mayor, intentando averiguar si son trotskistas o leninistas -por otro lado, un claro guiño a Las invasiones bárbaras (2003), de Denys Arcand, en la que sus protagonistas mantienen una diatriba similar sobre las ideologías que han seguido a lo largo de su vida-.
Y finalmente llegan a la civilización. Y los hijos descubren que la educación que han recibido nos los ha preparado para la vida social, en la que se muestran torpes e inexpertos. Otra lectura de la película: las imperfecciones de una sociedad aparentemente perfecta. Ese choque de su sistema de vida con el sistema establecido constituye un genial ejercicio de observación con el que el autor enfrenta el idealismo con la realidad. Y esos fallos cristalizan en que el hijo que se atrevió a decir que no -una licencia genial que el director se permite, ya que, en una de las primeras escenas vemos a la familia haciendo música en armonía, excepto este mismo hijo, la disidencia, por decirlo así y por conectar con el párrafo anterior, que empieza a cambiar el ritmo y a hacer que todos se amolden a la nueva tendencia- decide quedarse con su abuelo materno, hombre adinerado que aborrece a su yerno y a su forma de vida.
Pero siguiendo con la irreverencia, una de las hijas intenta rescatarlo de las garras de la normalidad. Y algo sale mal y se lesiona, y deben llevarla a urgencias. Y aquí se produce el punto de inflexión final de la película: el padre se arrepiente porque sus decisiones han mandado a su hija al hospital. Y Mortensen se afeita su barba montaraz y se adapta a las circunstancias: al final se nos muestra una escena costumbrista, con el padre preparando el desayuno, con productos naturales que ellos mismos cultivan, eso sí, y los hijos esperando el autobús del colegio.
Quizá Captain Fantastic patine en la media hora final de metraje, quizá tropiece un poco con sus propios planteamientos y se pierda en el sentimentalismo. Pero con los buenos argumentos que Matt Ross nos ha dado, y con el número musical final, una estelar versión acústica de Sweet child o´mine, la canción de Guns N´ Roses, no podemos dejar de apreciar esta obra por su profundidad y sus muchos niveles, desde la dirección y el guion hasta las interpretaciones, pasando por los muchos entramados de su trama. No podemos dejar de destacar este pequeño tesoro de este siglo, esta oportunidad de comprender un poco mejor el mundo en que vivimos, por muy normal que sea.
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