Cómo ser Louis Malle

Repaso a la carrera del director francés Louis Malle

Louis Malle es un caso aparte, un autor sin estilo. Louis Malle es un director que no sigue un camino prefijado, que comenzó su carrera en las profundidades del mar, literalmente, y acabó firmando una película de alto contenido erótico pasando antes por una incursión legendaria en el cine negro y el rodaje de una historia de redención de un exalcohólico. Cada película suya es una ruptura con todo su trabajo anterior. Y eso es precisamente lo que hace que sea especial, uno de los directores más importantes de la historia del cine francés, y, por ende, del cine universal, que cuenta con una obra enciclopédica: la originalidad llevada al extremo.

A pesar de haber dado sus primeros pasos como director de ficción a la sombra de la Nouvelle vague, uno de los movimientos más importantes, junto con el realismo poético de Renoir y Carné, y rompedores con el tradicionalismo clásico de la cinematografía gala, y de sus directores más conocidos, desde Godard y Truffaut hasta Rohmer, Malle los encaminó hacia un territorio inexplorado: romper con la ruptura.

Otros muchos directores han seguido un camino similar, aunque no igual. Por poner dos ejemplos actuales, Martin Scorsese y Bernardo Bertolucci van, en cierta manera, detrás de las novedosas huellas de Malle. En cierta manera, porque las obras de estos dos autores tienen poco que ver, desde el punto de vista argumental, unas con otras: Taxi driver (1976), La última tentación de Cristo (1988), Casino (1995), El lobo de Wall Street (2013), por parte de Scorsese, y El último tango en París (1972), Novecento (1976), El último emperador (1987) y Tú y yo (2012), por la de Bertolucci, guardan poca relación entre sí en cuanto a su temática. Y pese a ello las historias de los dos directores tienen ciertas conexiones: en el caso del italoamericano, el tono y el tratamiento de las líneas argumentales es parecido, sus protagonistas siempre tienen algo contra, o por, lo que luchar, planteándonos un cine de conflicto permanentemente influido por su educación católica, que es una constante en su obra, como se puede ver, entre otras muchas, en Malas calles (1973); el de Parma, por su parte, se empeña en impregnar a sus personajes de una naturaleza caracterizada y moldeada por el desarraigo y en encerrarlos en espacios claustrofóbicos, que pueden ser ellos mismos, como en el caso de La luna (1979), o la época histórica o apartamentos parisinos o sótanos italianos.

Por ello, la figura de Louis Malle constituye la originalidad personificada. Y lo demuestran sus películas.

Como hemos dicho, la carrera de este director francés empezó como documentalista submarino. De la mano del afamado Jacques Cousteau realizó El mundo del silencio (1956), que le valió el Oscar y la Palma de Oro en Cannes. A la primera.

En la misma década, y con solo 25 años, rodó una película legendaria: Ascensor para el cadalso (1958). Esta obra fue su única incursión en el cine negro, pero qué incursión. Un argumento similar al de Perdición (1944), de Billy Wilder, y Miles Davis poniendo música de jazz a los musicales pasos de Jeanne Moureau por las calles de París. Inmejorable.

Un año después, y en las antípodas de sus antecesoras, firmó Zazie en el metro, una disparatada historia de una niña, que en su momento fue considerada las más maleducada de Francia, cuyo única meta es montar en el suburbano, objetivo que le es negado por una huelga y que permite al director narrar sus estrafalarias vivencias. Con una ambientación y una propuesta rompedoras, y unos planos y movimientos de cámara inauditos, esta es una de las cintas imprescindibles de Malle para entender su obra: tan desconectada entre sí como lo está el argumento mínimo de Zazie en el metro de la propia historia que acaba contando.

Pero los ejemplos no acaban aquí. La disparidad de las películas de este autor es, como se ha visto, remarcable y, paradójicamente, una constante en su carrera.

En El fuego fatuo (1963), Malle reconstruye la vida de un exalcohólico cuando este, al terminar su tratamiento de desintoxicación, va a visitar a sus familiares; en El soplo al corazón (1971), recrea, a ritmo de Charlie Parker y Sidney Bechet, la tortuosa historia de un adolescente en la Francia de los años 50 al que le detectan dicha dolencia cardíaca, en otra de sus tantas películas imprescindibles; en Adiós, muchachos (1987), narra la convivencia de dos alumnos en un internado católico francés durante la ocupación nazi de 1943; en Herida (1992) dirigió la obsesiva y fatídica  historia de amor infiel entre Jeremy Irons y Juliette Binoche con una gran carga erótica.

Su estilo era no tener estilo, dar, aparentemente indeciso, bandazos de un lado a otro. Pero las apariencias engañan, y esa indefinición, que lo separa de autores consagrados e insistentes, como Alfred Hitchcock, Federico Fellini, Luis García Berlanga, Woody Allen, con matices, o Ingmar Bergman, con más matices aún, lo acerca, al mismo tiempo, a una mayor aproximación a una forma de entender el cine: a la vanguardia de las vanguardias, rompedor de rupturas, al margen de los márgenes.

Y así Louis Malle nos ha legado una de las filmografías más completas del cine universal para que la disfrutemos.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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