«El Olivo»; un viaje para cerrar heridas y recuperar la relación con La Tierra

Nota:

Una de las cosas que más me gusta hacer cuando viajo es mirar el paisaje. Si tengo la suerte de viajar con el atardecer y un cielo que deja claros entre las nubes, desde el autobús se ve cómo la luz dota la mirada de un rojizo intenso, pero suave, que consigue que cualquier paisaje, por yermo, abandonado o alejado de cualquier lugar habitado que esté, muestre sus encantos a quien sabe mirarlos.

Es inevitable fijarse en un elemento común del paisaje castellano cuando tienes la última película de Icíar Bollaín en la cabeza. Entre los silos que guardan las puertas de los pueblos, los campos gigantescos condenados a producir sin cesar y algunos edificios en descomposición, etiquetados con el olvido, es muy habitual ver fincas pobladas de olivos.

El olivo es un árbol milenario, símbolo de la cultura mediterránea, que durante siglos ha marcado los tiempos, las economías y los temperamentos de muchos pueblos que han habitado las costas de ese mar de aguas serenas y cálidas. Una vida en consonancia con los ciclos naturales de la tierra, donde existía la conciencia de una conexión entre el pasado y el futuro a través del lento y constante crecimiento de un ser vivo que no pertenece a nadie, sino a La Tierra.

Alma, la joven rebelde e inconformista interpretada por Anna Castillo, plantea al espectador la necesidad de recordar esta lección que encarna su abuelo, (Manuel Cucala), un anciano que sí entiende esa relación simbiótica que el ser humano ha olvidado en su nueva cultura del consumismo, el desarrollo a cualquier precio, y la especulación sin escrúpulos que convierte en propiedad, y en esclavo, a todo ser sintiente.

El relato, escrito por Paul Laverty, se enmarca en un contexto en el que la crisis económica ha hecho estragos la vida de miles de personas sencillas que, de un día para otro, se encontraron ahogados en deudas y persiguiendo a canallas que supieron salir ganando del estallido de las burbujas especulativas.

Alcachofa (Javier Gutiérrez) es una de esas víctimas de la crisis, una de esas personas que se ha pasado la vida trabajando para darse cuenta de que sus esfuerzos por ganarse el pan a costa de desatender los cuidados de los suyos han caído en un saco roto por la crisis. Otra de las víctimas del sistema económico que salen reflejadas en el film es Rafa (Pep Ambrós), que se encuentra entre las espadas de un trabajo absorbente y un jefe abusón, y la pared del paro.

Sobre ese escenario post-burbuja inmobiliaria se desata el relato que va mucho más allá de las implicaciones políticas, económicas y ecológicas sobre las que se asienta. El olivo es también una historia que cuenta la condena que sufren las personas que desatienden los cuidados de sus seres queridos.

De hecho, esa desatención, consecuencia del ahogo económico de las familias, provoca que el padre de Alma (Miguel Ángel Aladrén) decida vender un olivo milenario que se encontraba dentro de los terrenos de la finca familiar a cambio de cuatro duros. Esa decisión provoca que desaparezca el elemento central de la infancia de Alma, donde creó sus mejores recuerdos en torno a su abuelo y a ese olivo que, tras su desaparición, provoca el mutismo permanente y la tristeza inconsolable de un hombre al que «le han quitado la vida» y que ve cómo sus hijos han roto el respeto que sus antepasados sí supieron mostrar a La Tierra, y al olivo que fue arrancado de ella. Para enmendar ese error, Alma, Alcachofa y Rafa emprenderán un viaje quijotesco en busca de ese olivo para intentar un imposible con el que devolver la vida a su abuelo.

En ese escenario sentimental y político se desarrolla la trama que, a través de Javier Guitiérrez, descarga la tensión con toques de humor manchados de la ironía de la tragedia. Esa expedición está marcada por una pregunta: «¿Por qué no confiamos los unos en los otros y arreglamos los problemas juntos?» Un interrogante que conmueve a los protagonistas, quizá sin que lo sepan, para que aprendan a sincerarse con aquellos a los que quieren y a los que deberían cuidar más, además de darse cuenta de que a veces somos nosotros mismos quienes «colaboramos con nuestras propias desgracias» y que la risa es la mejor herramienta para cuidar a los que queremos, cerrar heridas, hacer las paces y mirar hacia delante, sin reproches, intentando arreglar los errores del pasado para no volver a repetirlos.

El olivo, un viaje para cerrar heridas y recuperar la relación con La Tierra

David SanRoA

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