La pelota de golf más aterradora

Una familia viaja en coche. Charlan. Los padres hablan sobre música, intentando adivinar el compositor que pone en el aparato sonoro del vehículo el otro cónyuge, mientras el hijo se relaja en el asiento de atrás, ajeno a Mozart, Beethoven, Bach y compañía. Todo es armonía y paz en esta acomodada familia austriaca que va a pasar las vacaciones en la encantadora casa que tienen junto a un lago.

Y de repente un estallido. Un estruendo del heavy metal más duro y ruidoso irrumpe en escena. El cantante ni siquiera hace su trabajo, se dedica a chillar acompañando a las guitarras. Pero ellos no pueden oírlo. La familia sigue escuchando arias de diferentes óperas, conversando, planeando sus días de descanso. Solo el espectador oye la música cargada de furia y rabia.

Esta es la clave de Funny games (1997), la película del maestro Michael Haneke, posteriormente veremos por qué.

Una familia viaja en un coche y se para frente a la verja de la casa de unos amigos. Ven que hablan con dos desconocidos, su actitud es algo errática, se muestran distantes, pero el vecino accede a ayudar al padre a descargar su nueva barca del coche. Cuando llega a la casa veraniega, se presenta con un acompañante. Un chico joven, alto y delgado, ataviado para jugar al golf, al que presenta como un familiar lejano. Todo normal.

Una mujer está en la cocina preparando la comida cuando un vecino, también vestido con prendas de golf, aparece en la estancia pidiéndole unos huevos. El chico los rompe. La mujer le da otros. El chico, torpe de él, deja caer el único teléfono de la casa en el fregadero lleno de agua. La mujer lo echa de su hogar, pero cuando está en la puerta, el otro golfista está esperándolo. Entra en la casa. La mujer insiste en intentar largarlos, pero no puede. No hay violencia por parte de los chicos, simplemente se niegan. Llega el padre. Tampoco puede echarlos. Entonces da una bofetada al primer joven. Es ahí cuando se produce la disrupción.

Casi se me olvida comentar que el primero lleva en la mano un palo de golf que ha pedido prestado al padre. Y, por cierto, que ha matado a golpes al perro de la familia.

Decía, pues, que se produce una disrupción: el golfista rompe la pierna del padre con el palo.

El argumento que el director nos plantea es bien sencillo: unos veraneantes burgueses son secuestrados en su propia casa. Haneke no da más pistas, no ahonda en las causas. Simplemente está ocurriendo. Una familia está siendo secuestrada y torturada física y psicológicamente sin posibilidad de ayuda. No hay motivos. «¿Por qué hacéis esto?», les pregunta el padre. No hay respuesta. Los secuestradores eluden la pregunta. Afirman ser drogadictos buscando dinero para sus dosis, pero en ningún momento se plantean robar nada. Dicen estar aburridos gracias a su posición también acomodada, pero posteriormente lo niegan. No hay razón para hacer lo que están haciendo: solo lo hacen.

El director austríaco nos presenta una historia, rodada en extensísimos planos, propios, por otro lado, en el director, véase Amor (2012), la cinta que le valió el Oscar, en la que realidad y ficción, en un momento dado, cuando el secuestro parece torcerse, uno de ellos coge el mando de la televisión y rebobina, literalmente, la escena, aunque a él no le afecta, y da marcha atrás en el tiempo para corregir su error, se incardinan para brindarnos la película más perturbadora de los últimos años. Perturbadora precisamente por su planteamiento: no hay excusas, ni razones, ni traumas, solo hay lo que nos ofrece Haneke. Y da mucho miedo.

Los secuestradores, que mantienen una disfuncional relación de dominio: uno siempre manda, y el otro siempre obedece, se dirigen continuamente al espectador, rompiendo la cuarta pared. Dialogan con él para explicar lo que está pasando, y solo ellos parecen tener esa posibilidad, pues la familia permanece ajena a estas “conversaciones” en todo momento. Como ocurría con la música, ¿recuerdan? Esto, esta conexión entre los psicópatas y los espectadores, no hace sino añadir oscuridad a la obra de este merecidamente reconocido autor, otorgando a su obra de un punto de cercanía que realmente pone los pelos de punta. Y lo peor de todo es que no puedes apartar los ojos de la pantalla.

Y esta identificación tampoco significa nada. Haneke no quiere transmitirnos nada, no persigue un afán moralizante, no. Simplemente nos cuenta una historia que, ¿por qué no?, podría pasar. Nadie tiene un motivo para nada, y, aún así, están pasando cosas horribles. No hay explicación, solo hechos. Crudos. Las cosas no tienen por qué pasar por una razón, pero pueden pasar. Y de hecho pasan. Y el director austríaco nos lo ha demostrado de la manera más truculenta posible.

El secuestro parece haber concluido. La mujer, una vez liberada de sus ataduras, libera al hombre, que ahora tiene fracturado también un brazo. Ambos gritan, angustiados. La mujer salta por la ventana, pues las puertas están atrancadas, y corre para pedir ayuda. Nadie se la brinda. El hombre, impedido, intenta contactar por teléfono con un amigo, pero no consigue comunicarse. De repente oye un golpe. Llama a su mujer, no contesta nadie. Y una pelota de golf aparece rodando por el pasillo, hasta pararse enfrente. La pelota de golf más aterradora de la historia del cine. Dos chicos, vestidos de golfistas, sujetando a la mujer amordazada, hacen acto de presencia en la puerta del salón.

Dos secuestradores, vestidos ahora de marineros, roban la nueva barca de la familia, cargando con la mujer, aún amordazada. Culminan el secuestro como quien se deshace de un pañuelo usado. Arriban a un embarcadero desconocido, lindante con otra casa. Llaman a la puerta. Y vuelve a sonar, sin motivo aparente, el estruendo metalero que solo los impactados espectadores podemos oír.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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