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Decía Humphrey Bogart, en boca de aquel violento e inestable guionista, en la por muchas razones inolvidable En un lugar solitario, que las mejores escenas de amor son aquellas en las que no se repiten los “te quiero”. Y lo afirmaba mientras le preparaba el desayuno a Gloria Grahame, sosegado y tranquilo, antes de que estallara la tormenta de celos y destinos a la que se abocaba el infeliz y bárbaro escritor. Pero esa es otra historia.

Y el malo de Dix Steele, perorando sobre estas escenas, tenía sus motivos. Dos, en concreto.

Y el primero es un gesto; un mudo gesto de despedida. Una mano en un hombro, en una estación, y un tren a punto de partir hacia Sudáfrica, y un silencio atronador que contiene la historia de amor más triste y conmovedora que nos ha dado el cine: aquel imposible amor posible que contó el genial David Lean en Breve encuentro, esa joya, esa maravilla de película, que logró que una simple mano reposada en el hombro de una mujer con expresión melancólica fuera capaz de enternecer.

Pero eso, como diría Lou Jacobi en Irma la dulce, otra de las grandes historias de amor silencioso del séptimo arte, la que se desarrolla en secreto y, al parecer, solo en el corazón de aquel camarero que había estado en todas partes, entre el propio Jacobi y Shirley MacLaine (aquel “si él no viene, yo me casaré contigo” a la mismísima Irma en el altar, cuando Jack Lemmon se retrasa), eso, digo, es otra historia.

El segundo es una secuencia, un incomparable intercambio de planos entre una espléndida Teresa Wright y Dana Andrews en Los mejores años de nuestra vida. Sin palabras, ella, la joven Peggy, expresa todos los anhelos que el capitán Derry, recién llegado de bombardear Alemania en la Segunda Guerra Mundial, acaba de despertarle. En la escena, el hombre intenta infructuosamente entrar en su casa mientras ella espera en su coche, deseando que aquella puerta no se abriera, para poder seguir hablando con él.

Y esta sí que es nuestra historia.

Estos silencios llenos de significado se repiten entre los dos a lo largo de toda la cinta. Cuando el padre de Peggy, el sargento Stephenson, prohíbe a Derry volver a ver a su hija, este la llama inmediatamente, y se encierra en una cabina telefónica para ello. El espectador, por lo tanto, desconoce la amargura de la conversación.

De la misma forma, William Wyler, el responsable de este monumento cinematográfico, nos escatimó la declaración de amor final en los últimos momentos de la película; de nuevo los silencios, la sucesión de primeros planos entre los actores y los votos matrimoniales que Homer, el soldado lisiado, y Wilma, su entregada enamorada, se dedican nos sirven para comprenderlo todo.

Incluso cuando la futura pareja habla, incluso en los diálogos de los dos personajes, conversan en el lenguaje de las sutilezas, con palabras a la vez esquivas y comprometidas, para soterrar y, al mismo tiempo, dar alas a la relación que se está fraguando entre los dos.

Y esta sí que es nuestra historia porque, aunque parezca mentira, y como diría aquel, yo he venido aquí a hablar de Los mejores años de nuestra vida.

La obra nos trae la guerra de cuando acaba la guerra. Nos cuenta el después del punto final, cuando las secuelas, las lesiones y el inevitable paso del tiempo sustituyen a las balas y las bombas. Ocho Oscars y la valentía de rodarla en 1946 aparte (es el mayor alegato antibelicista del séptimo arte, tras la terrible Johnny cogió su fusil y La chaqueta metálica), la película es un compendio de todo lo bueno, buenísimo, que puede reunir el cine, de forma similar a otras producciones, como Lo que el viento se llevó o Casablanca. Toda una odisea cuyas 3 horas de duración se quedan cortas, con la capacidad de emocionar, de conmover, de asustar, de concienciar y de impactar, narrada a través del viaje de los personajes en los días posteriores a su regreso a casa tras el conflicto.

Apoyado en formas y relato austeros, Wyler encumbra esta historia gracias a la sutileza, con planos al servicio de la historia y de la emoción de cada momento, con tiros de cámara amplios en los que se superponen los actores, para darnos una panorámica de la situación, de todas las situaciones en realidad, que, como en la vida, se están viviendo al mismo tiempo; y gracias también a personajes que no se reconocen en el espejo y que recurren al alcohol para escapar.

El director cuenta la tragedia del paso del tiempo y la ausencia sin caer en el recurso fácil, sino simplemente mostrando lo que pasa. Porque a Homer, ahora, le faltan las manos, qué trabajo de Harold Russell, por cierto, y a pesar de sus limitaciones, lo único que quiere es la normalidad de antes de la guerra y que no lo señalen por la calle (mención especial merece la escena en la que arranca, con sus ganchos sustitutivos de las manos, la bandera de los Estados Unidos a aquel “patriota” que les insulta a él y a Derry); y porque, a excepción de su hija, la familia del sargento le brinda un recibimiento frío, porque, tras 3 largos años en el Pacífico, sus seres queridos ya no son los mismos (y de nuevo las sutilezas entran en acción: un apretón de manos en lugar de un abrazo, un “lamento que no podamos ir” en vez de “mi marido ha vuelto a casa”); y porque Derry no encuentra a su exmujer, y desvaría, borracho, en los locales nocturnos de la ciudad en su busca, antes de encontrar a Peggy, que en vez de reprochárselas, le ayuda con sus pesadillas.

Los mejores años de nuestra vida, con todos estos elementos, ha marcado la estela para posteriores películas que, de forma igualmente genial, han retratado la vida tras el retorno. Un subgénero, por así decirlo, que nos ha traído, por ejemplo, El regreso, del siempre interesante Hal Ashby, con Jon Voight y Jane Fonda en sus mejores papeles, reconocimiento de la Academia incluido, y El cazador, una de las cumbres del cine bélico, con un reparto estelar encabezado por Robert De Niro, John Savage, Meryl Steep, John Cazale y Christopher Walken; ambas, la segunda de forma más cruda, ya que la primera se basa en la relación de amor infiel entre los dos protagonistas, él inválido tras perder las piernas, sobre las secuelas de Vietnam.

Cine que permite entender y da esperanza, cine, al fin y al cabo. Cine con historias, personajes e interpretaciones impagables. Cine que hace sentir, que mediante sutilezas y comedimiento construye una narración tan grandilocuente como las emociones que provoca, como ese último silencio de Peggy cuando Derry, ya en sus brazos, le dice que vivirán humildemente y que estarán expuestos a las murmuraciones de la gente; tan grandilocuente, insisto, como ese último silencio de Peggy antes de besar a Derry. Pero esa, decía, es otra historia.

Guillermo García Gómez

Guillermo García Gómez ha escrito 47 artículos en Ciempiés.

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