De las bodas como desencadenante
Hace no mucho vi El carnicero (1970), una película francesa de Claude Chabrol. En ella, el director, destacado miembro de la Nouvelle vague de Godard y Truffaut, nos relata la equívoca relación que surge entre una profesora y un carnicero en un pequeño pueblo galo en el que se están produciendo terribles y misteriosos asesinatos.
La cinta constituye el mejor homenaje que el cine francés jamás haya hecho a la obra de Alfred Hitchcock, pues tanto su argumento como la forma de rodarla y las peculiaridades con que Chabrol envuelve a estos personajes y situaciones son más propios del cineasta inglés que de cualquier otro director: el suspense indisoluble de sus filmes, una situación imprevista que desencadena toda la película, un objeto cotidiano que propicia el resto de la historia, la construcción de las líneas narrativas… En fin, El carnicero encuentra sus raíces en Extraños en un tren (1951) o en El hombre que sabía demasiado (1956) más que en filmes coetáneos del director francés, como pudieran ser Al final de la escapada (1960) o La piel suave (1964).
Pero ese no es el asunto que hasta aquí me ha traído, sino una boda: las nupcias con las que Chabrol abre la historia de esta película. En esta boda, aparentemente banal pero fundamental en el metraje, se cruzan los caminos de la profesora y el carnicero, se conocen y comienzan a hablar. Y aun así esto no es lo más importante que los esponsales traen consigo, no; su función principal es presentar a todos los personajes de esta pequeña tragedia y las circunstancias que los envuelven y condicionan. En una secuencia, con las frivolidades y las miserias que la vida pública en sociedad conlleva y los chismorreos de los invitados en los mentideros improvisados en un local de bodas, el director nos ha planteado todo un microcosmos dentro de un salón. Un caldo de cultivo idóneo para que el resto de la cinta siga rodando por otros, aunque paralelos, cauces.
La forma en que Chabrol empezó El carnicero es la más efectiva, y a la vez la más sutil, de sentar las bases de una película con múltiples personajes, de construir las líneas maestras de un proyecto en el que se va a volcar mucho contenido cinematográfico. Una simple e inofensiva boda que desencadena un huracán de acontecimientos que, en mayor o menor medida, van a repercutir en la vida de los participantes: un big bang en miniatura que, como en toda tragedia, permite que empiece lo malo.
Y esto me llevó a pensar en una de las mejores películas de la historia del cine, por no decir la mejor –Orson Welles y John Ford, y Wilder, y Cuckor, y Bergman, y Capra…, siguen pesando mucho-. Me refiero a la primera parte de El Padrino (1972): la historia de las historias. Con Don Vito Corleone ocupado atendiendo a los invitados a la boda de Connie y Carlo Rizzi, Michael, apartado, observador pero relajado, le explica a Kay Adams quién es quién en la Familia. Todos los miembros del clan se encuentran reunidos en la casa del Don para celebrar estas desdichadas nupcias, y Michael, el trágico futuro jefe, desgrana, paso a paso, el funcionamiento de los Corleone a su acompañante: cómo son y, lo más importante en el mundo en el que viven, cómo actúan.
Unas escenas absolutamente geniales para abrir una película absolutamente genial. Coppola, bajo las letras de Mario Puzo, consiguió tejer un tapiz inmejorable alrededor de los Corleone en las nupcias de la única hija de la Familia en uno de los pocos momentos en que todos sus miembros están juntos en el mismo sitio, casi en calma, antes de que todo estallara en la Pequeña Italia neoyorquina, antes de que Tom Hagen fuera a Hollywood y de la fatídica bolsa de naranjas y las carreras inútiles de Fredo y de que Sonny cogiera su coche y de que Michael cerrara las puertas de su alma, pero no de su corazón, a Kay.
Y El Padrino me hizo pensar en otra gran película de la década que reúne unas características similares. Es, además, la mejor película, con permiso de Apocalypse Now (1979), sobre la Guerra de Vietnam. El brillante y recientemente fallecido Michael Cimino nos mostró los rincones más oscuros, a todos los niveles, de dicho conflicto en El cazador (1978). Y antes de la batalla y el fuego, antes de los secuestros, y una de las escenas más tensas de la historia del cine: la de Robert De Niro, John Savage y Christopher Walken jugando a la ruleta rusa en el campo de prisioneros vietnamita, antes de las secuelas de la guerra y antes de la desesperada huida de los recuerdos que los protagonistas emprenden, hay una boda.
Una celebración que permite a los futuros soldados desprenderse de los terrores que la conflagración, próxima ya, despierta en sus mentes, pero que propicia que las miserias más íntimas de cada uno empiecen a intuirse, ya que, ante una previsible muerte en los inminentes campos de batalla, la reunión hace aflorar y fluir los pensamientos y comportamientos que normalmente, en su día a día, mantienen ocultos; y a Cimino, por su parte, criticar los propósitos de Estados Unidos en aquella guerra y las consecuencias que esta implicó para sus combatientes.
Las bodas, como desencadenante cinematográfico, independientemente de los objetivos que se planteen los directores, ofrecen todo un mundo de posibilidades para que los creadores puedan concederse total libertad a la hora de hacer su trabajo y definir y presentar a los personajes. Mostrando su comportamiento en sociedad dan forma a la sociedad que quieren mostrar a los espectadores, para profundizar, así, en sus historias y que podamos llegar al fondo del argumento. Con un detonante tan aparentemente inofensivo se puede desarrollar, como en una película de Alfred Hitchcock, un mundo endiabladamente enrevesado que nos permita comprender mejor el mundo en que vivimos, que para eso existe el cine.
Lo importante es saber al final quién es el malo de la película.