Secretos cinéfilos de “El Señor de los Anillos” (II)
Segunda parte del reportaje sobre las referencias a otras películas que esconde la trilogía de Peter Jackson
Siempre digo que hay que volver a ver películas tan grandes como las que componen la trilogía de El Señor de los Anillos al menos una vez al año. Además de para poder disfrutar de la historia, tan grande y tan perfectamente contada en imágenes, de Tolkien, esta regresión a la Tierra Media de Peter Jackson es necesaria para apreciar la calidad casi artesana de las películas del director neozelandés: tantísimas horas de metraje encierran tantísimos detalles que es imposible captarlos todos de una sentada.
Y, quizá, en alguna de esas nuevas incursiones en la Comarca, Gondor, Rohan, Mordor y demás parajes de este lugar casi mitológico, descubramos, como ha sido mi caso, un nuevo movimiento de cámara, un nuevo matiz en la interpretación de los actores o una nueva forma de narrar el relato de las aventuras y desventuras de Frodo, Gandalf, Aragorn y compañía, que nos haga darnos cuenta de que la adaptación cinematográfica de El Señor de los Anillos es uno de los grandes legados que el séptimo arte nos ha dejado en estos últimos tiempos.
Hace cosa de un año, ya escribí por estos lares un reportaje en el que intentaba desentrañar, pobre de mí, algunas de las claves cinéfilas que Peter Jackson introdujo en su versión de la obra de Tolkien. Y así, en La Comunidad del Anillo encontré referencias a Una nueva esperanza, en Las dos torres, a Los hermanos Marx en el Oeste, sí, han leído bien, y en El retorno del rey, a El increíble hombre menguante.
Y como para hablar de cine siempre he tenido menos vergüenza que sonrojo, y volviendo a tropezar en la enorme piedra de petulancia que es intentar analizar y criticar el trabajo de dos creadores como el literato y el cineasta, voy a localizar, de nuevo, secretos que hay escondidos en las tres películas que pusieron rostros e imágenes a las palabras que nos hablaron de la Tierra Media.
Vamos con ello.
La Comunidad del Anillo
Porque son imágenes, sí. Es de imágenes de lo que vive el cine, y esta película contiene algunas de las más bellas y bucólicas de toda la trilogía. Las verdes praderas de la Comarca y las neblinosas extensiones de sus límites, el valle escondido de Rivendel, las alturas del Paso de Caradhras y las oscuridades de las Minas de Moria, o el corazón del bosque de Lothlórien, son las regiones de la imaginación del escritor inglés que se nos muestran, y La Comunidad del Anillo las refleja con un lirismo incomparable.
Decía, pues, que de imágenes vive el cine, y uno de los maestros de este arte fue Alfred Hitchcock. Y una de las más célebres de este director es la de aquel primer plano de una llave en la mano de Ingrid Bergman que empezaba, varios metros atrás, y sin cortes, como un plano abierto en la cabecera de las escaleras de aquella casa de la película Encadenados, por la que se paseaban la actriz sueca y Cary Grant.
Y esa genial e inigualable forma que tenía Hitchcock de infundir a su público sospechas sobre sus personajes encuentra su réplica en la primera cinta de la trilogía. Cuando Gandalf está atrapado en las alturas de Orthanc, la torre de Saruman, antes de que lo rescaten las Águilas, la cámara desciende vertiginosamente desde las tempestuosas conversaciones de los dos magos hasta las profundidades de las industrias del traidor, en las que sus orcos están forjando, a martillazo limpio, las espadas de los Uruk-hai.
Una imagen, una sola imagen y Peter Jackson ya ha hecho alarde de su despliegue de talento y su cuidado a los detalles a la hora de trasladar a la gran pantalla la magna obra de Tolkien.
Las dos torres
Quizá haga falta, a mí por lo menos, volver a ver esta película un par de veces para darse cuenta de que la trama de Aragorn, Legolas y Gimli, buscando a Merry y Pippin y haciendo un alto en el Abismo de Helm para echar una mano a los compañeros de Rohan ante el innumerable ejército de Isengard, de Las dos torres es una revisión fantástica de los grandes temas y argumentos de algunos de los mejores westerns de la historia del cine.
Dos ejemplos.
El rescate de los rehenes, a los que han secuestrado los malos, ya sean indios apaches, aunque a esta parte habría que darle una vuelta, o los Uruks, y que durante la búsqueda que emprenden los buenos, ya sean John Wayne y su acompañante o el heredero de Isildur y sus amigos, los protagonistas profundicen en su relación y sus motivaciones vitales, son temas recurrentes en las películas del Oeste; y una de las mejores cintas del género, y del cine como arte, Centauros del desierto, de John Ford, es fiel testigo de esta influencia en la segunda entrega de la saga.
Como también lo es habitual en este tipo de cintas que los habitantes de un pueblo fronterizo, ya sea Rohan o cualquier aldea perdida en la aridez del sur norteamericano, y amenazado por unos forajidos, que pueden ser impías creaciones de Saruman o ávidos bandoleros, contraten a otros forajidos para combatir a los primeros; y producciones como Los siete magníficos, dirigida por John Sturges, dan fe de ello.
El retorno del rey
Esta vez ha sido en la apoteosis de El Señor de los Anillos donde más me ha costado encontrar referencias a otras películas. Quizá por su complejidad y grandilocuencia, quizá porque hacía tiempo que no contemplaba la batalla de los Campos del Pelennor y la carga de los Rohirrim, y me sumergí en ellas como cuando las vi en el cine, siendo un niño, embelesado y en tensión.
El caso es que fue al principio, en las primeras escenas de la película, donde logré ubicar estas referencias: cuando Sméagol arrebata el Anillo a su compañero de pesca y comienza su transformación en Gollum. Y la influencia que conseguí observar existe, precisamente, porque estos acontecimientos ocurren en la tercera parte de la trilogía, ya que si nos hubieran explicado esta metamorfosis en cualquier otra, no habría sido tal.
Porque no es hasta El retorno del jedi, la última parte de la saga original de Star Wars, que se nos muestra al gran Darth Vader sin máscara, tal como es antes de que lo sedujera definitivamente el Lado Oscuro, de forma paralela a lo que ocurre con el hobbit malogrado, antes de que lo corrompiera para siempre el Anillo; y aunque finalmente los arcos de estos dos personajes discurren por caminos separados, no he podido dejar de apreciar este paralelismo.
(Y ahora, una vez concluidos el artículo y mi revisión de las películas, quiero hacer un inciso. Quiero que nos paremos a pensar en los verdaderos héroes de esta historia, aquellos que, en silencio, salvaron la Tierra Media. Me refiero a Samsagaz Gamyi, que vale, Frodo era el Portador del Anillo y solo a él correspondía solucionar el entuerto, pero al pobre Sam le tocó cargar, literalmente, con el joven Bolsón, y el propio Anillo, además de aguantar los vaivenes y los cambios de humor y las dudas de este hobbit, la criatura más odiosa de la Comarca; era él quien merecía un puesto en los barcos de los Puertos Grises, por su paciencia, y no Frodo. Y me refiero a las personas al cargo de la vigilancia de las almenaras que unen Minas Tirith y Edoras: me gustaría reflexionar sobre la jornada laboral de estos hombres, cuyo trabajo fue sentarse en lo más alto de las nevadas cumbres de las montañas que conectan Gondor y Rohan y esperar que se encendiera una luz, sin los que la cosa no habría acabado igual).
Muchos otros secretos cinéfilos se habrán quedado por el camino, y en sucesivos regresos a estos parajes intentará desentrañar otras referencias o influencias de Peter Jackson en la ardua tarea de rodar El Señor de los Anillos. Pero eso es lo bueno que tiene hablar de cine, que, como le diría Frodo a Sam cuando le entrega el relato de sus memorias, siempre hay sitio para algo más.