LUNES 12: Larga vida al cine independiente
Tras 25 años de puro activismo cinematográfico, L’Alternativa, el Festival de Cine Independiente de Barcelona, abría sus puertas una vez más a todas aquellas cintas olvidadas dentro del circuito comercial. Siete días de propuestas experimentales y heterodoxas, con un único denominador común: el desafío constante a un modelo de cine convencional. ¿Cómo podíamos faltar a la cita?
Inauguraba la Sección Oficial Fuera de Competición la nueva incursión de Isaki Lacuesta (La próxima piel) en la vida de los hermanos Isra y Cheíto, doce años después de La leyenda del tiempo. La cinta (Concha de Oro en el pasado Festival de San Sebastián) recoge el hilo justo después de que Isra salga de la cárcel, cuando este vuelve a la Isla de San Fernando para intentar recuperar a su familia en un panorama económico y social absolutamente desolador. Ficción edificada a partir de una estrecha colaboración entre los guionistas (el trío formado por el mismo Lacuesta, Isa Campo y Fran Araújo) y los mismos actores protagonistas a partir de sus vivencias, en una relación declaradamente parecida a la que Antoine Doinel tuvo con François Truffaut. Ante esta propuesta, cualquier iniciativa de enmarcar la narración y su tempo dentro de un canon ficcional estandarizado se vuelve, en esencia, fútil. Más provechoso sería, en este caso, interpretar este trozo de vida, medio cuento humanista, medio relato picaresco, como una búsqueda y no como un relato cerrado. Un viaje de descubrimiento, casi de work-in-progress, que lo acerca a una visión moderna del cine que tiene sus raíces en el cine joven de los 60, cuya esencia tanto escasea últimamente en pantallas.
A la vez, se trata de un proceso de recuperación, de mirada atrás, en forma de flashbacks y constantes referencias a la película original. En este sentido, es significativo que Lacuesta decida plasmar el paisaje humano de La Casería en formato analógico, ligado frecuentemente a una concepción estática y casi material del tiempo. Desde la imagen misma, nos refugiamos en la atemporalidad de la juventud de Isra y Cheíto para redescubrir ese espíritu estoico, hasta cierto punto optimista, que nos permitiría reconciliarnos con su realidad actual. Isaki Lacuesta en su vertiente más humanista y poético hasta la fecha.
MARTES 13: En busca de una identidad incierta
Empezábamos la segunda jornada del Festival asistiendo a la primera proyección de cortometrajes de la Sección Oficial en Competición. El corto, otro olvidado por el gran público, es uno de esos campos donde la etiqueta “independiente” o “de autor” agrupa mayor diversidad e innovación en un período de tiempo extremadamente condensado. Dirían los semiólogos que las películas son, en el fondo, grandes frases, enunciados extendidos a lo largo de hora y media de cinta. Si seguimos esta lógica, los cortometrajes podrían funcionar perfectamente como pequeñas preguntas, elucubraciones y búsquedas sencillas, planteadas al aire, a menudo sin respuesta posible. Es por este espíritu contemplativo que cortometrajes observacionales como Mountain Plain Mountain (Mejor Cortometraje en el pasado Festival de Rotterdam) funcionan tan bien. Sus directores, Daniel Jacoby e Yu Araki, proponen, en escasos veinte minutos, un recorrido por todo el imaginario simbólico y gestual construido alrededor del Ban’ei, una peculiar carrera de caballos de tiro que solo se celebra en Obihiro (Japón). Su mayor reto: capturar la esencia del evento sin mostrar un solo caballo en pantalla.
Mini Miss (Rachel Daisy Ellis) y su contraplano animalista El cielo de los animales (Juan Renau) partían del documental para encarar otro tipo de búsqueda: el de la identidad impuesta. Ambas cintas exploran los entresijos de dos concursos de belleza, el de Mini Miss Baby Brasil y uno de belleza canina, cuyo parecido es tal que hasta resulta perturbador. En ambos casos, criaturas vistas culturalmente como puras (bebés y niños), escondidas bajo una pátina de maquillaje, sin respuesta posible ante la mercantilización evidente de su imagen. Una crítica plana y superficial, si se quiere, pero idónea para el formato.
En un sentido completamente opuesto se presentaba otro tándem de cortos. El primero, Entre tomas (Alexei Dmitriev), recoge el material que el padre del director grabó cuando este era pequeño, durante sus vacaciones familiares, y lo remonta todo para componer una imagen de su figura paterna hasta entonces desconocida. Otro retrato psicológico, esta vez lejos del found footage, es el de Music & Clowns (Alex Widdowson), un proyecto animado en que el mismo realizador pone contra las cuerdas sus propios prejuicios alrededor de lo que significa cuidar a su hermano, que padece síndrome de Down. Incidiendo esta vez en el relato, a través de entrevistas y reconstrucciones, la de Alex es una historia verdaderamente encantadora. También la de Las nubes (Juan Pablo González) es otra gran narración, pero encarada de forma totalmente contraria. En este caso, un plano secuencia que ocupa todo el metraje escruta, sin dar descanso, los ojos de un ranchero que cuenta, en un monólogo demoledor, los crecientes problemas que supone para él y su familia vivir en un pueblo ocupado por un cartel. Sus ojos, abatidos, son la única prueba que se necesita para creer sus palabras. Son los ojos de alguien que ha visto demasiado.
Justamente alrededor de la mirada orbitaba la conferencia que Mark Cousins, director e historiador de cine (autor de la muy reconocida The Story of Film: An Odyssey). El irlandés vino a Barcelona para presentar su nuevo libro, Historia y arte de la mirada (ed. Pasado y presente), obra donde recoge todo tipo de documentos gráficos –desde las pinturas rupestres hasta la última obra de Kira Murátova– para reflexionar sobre el enfoque visual que la humanidad tiene del mundo. Experto absoluto en el arte de mirar, especialista en arañar la superficie visual de las imágenes para tender puentes transhistóricos y transmediáticos entre obras, Cousins destacó la importancia de fijar la vista hacia el mundo que nos rodea, por muy incómodo que resulte. Mirar se ha convertido en un acto político, argumentaba; girar la cara, pues, no es una opción válida. A su vez, reivindicó la necesidad de construir otra Historia del cine para incluir todas aquellas obras dejadas de lado por el programa cinéfilo convencional, marcado irremediablemente por una postura de clase y de etnia que nos impide descubrir joyas como las que estos días se proyectan en las pantallas del CCCB.
A la salida del evento con Mark Cousins nos esperaba otro de los títulos en Sección Oficial, Our New President (Maxim Pozdorovkin), film muy anticipado tras su paso por Sundance. Montada exclusivamente a partir de un toneladas de found footage horripilante e hilarante a partes iguales, la película ofrece un retrato satírico de cómo Rusia trató la victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses de 2016. Un imperio de falsas noticias que responde solamente a las tácticas de la guerra informativa contemporánea y que, al mismo tiempo, da pie a una reflexión troncal en un contexto como el actual: ¿Se puede reconstruir la Historia de un país a partir de un imaginario colectivo creado y manipulado por las élites políticas?, y, en unos años, ¿A quién daremos voz para que narre nuestro presente? Pozdorovkin lo tiene claro: la opinión pública ha perdido todo su poder y sentido, convirtiéndose en algo maleable y polisémico, así que su credibilidad queda del todo descartada. En una cinta tan politizada, es importante remarcar que el realizador está jugando con una espada de doble filo: en un intento de justificar su mensaje, se convierte también en un transmisor de ideología de brocha gorda, seleccionando para su fin solamente fragmentos que apoyen su teoría de manipulación mental y dejando fuera todas aquellas voces contestatarias que en su momento debieron alzarse en el país ruso.
MIÉRCOLES 14: El mundo pertenece a las madres
Si Our New President edificaba una historia visual basada en las imágenes pop de la nueva iconografía política estadounidense, Black Mother (Khalik Allah), también vista en Sundance, podría funcionar estructuralmente como una especie de contestación. La película supone una exploración espiritual de Jamaica que se empapa de sus bulliciosas metrópolis pero también de sus tranquilas zonas rurales, en un variopinto mosaico polifonías gestuales y verbales que nos guían por mil y un rincones del país caribeño. Pero lo que diferencia en esencia Black Mother de OUP es, precisamente, su forma: si el film de Pozdorovkin agregaba a su núcleo solo clips favorables a su régimen ideológico, el experimento visual de Allah hace chocar estos mismos materiales desde dentro. La realizadora compila y yuxtapone capas audiovisuales hasta crear una sensación de saturación visual y sonora que pide a gritos un ejercicio mental de depuración. El espectador, pues, se encuentra ante la tarea de un pintor abstracto: ha de reconstruir un mapa imaginario de lo que Jamaica significa a partir de imágenes imposibles de recordar, que funcionan más por acumulación de sensaciones que por su significado inmanente. Un proceso de disolución, mezcla y reconstrucción que debe llevarnos inevitablemente por caminos distintos, pues ese es el objetivo del arte, pero que según Allah debería concluir en lo que explicita (de forma no precisamente sutil, eso sea dicho) a lo largo de toda la película: Jamaica es una criatura viva que debe todo su ser a la Madre Negra que da título a la película.
Aunque ella no es madre sino abuela de 93 años, América (Erick Stoll y Chase Whiteside) constituye un maravilloso canto al amor familiar, entre hermanos y entre jóvenes y sus ascendientes. Los dos realizadores estadounidenses explicaban cómo conocieron a Diego, uno de los tres nietos de la homónima abuela, y cómo se sintieron inmediatamente atraídos por el carisma de la señora. Lo que no sospechaban es que acabarían pasando tres años yendo y volviendo a México, conviviendo con ellos y confeccionando un documental que encandilaría al público del festival barcelonés de forma tan notoria y generalizada. América nos sirve para cerrar esta crónica en tanto que comparte dos aspectos bastante relevantes con la inaugural Entre dos aguas. El primero es que ambos films sirven como fábulas de crecimiento personal, como ritos de paso de una adolescencia despreocupada (entendida como algo pasado y casi atemporal) a una etapa adulta, marcada por tantísimas responsabilidades difíciles de asumir. Isra debía encontrar un trabajo legal para mantenerse, de igual forma que, durante sus paseos con la abuela, el hermano menor deberá aprender a poner límites a su entusiasmo y ceder en su empeño cuando sea necesario. Por otro lado, las dos películas piden desligarse de la categórica dualidad del documental como opuesto a la ficción: las historias en que se ven envueltos Isra y Cheíto son inventadas, claro, pero se basan directamente en hechos reales. A su vez, América es una mujer claramente trasladable a un mundo ficcional; como las grandes estrellas de la comedia screwball, rebosa agudeza y carisma por doquier. Hay momentos, incluso, en que parecería que se estuviese interpretando a si misma, como si estuviese reviviendo escenas en la vida de su personaje. Pero en realidad, puede que eso sea algo natural. Cuando la propia identidad se desvanece, arrastrada por la demencia senil, no debe quedar otra que mirarse a uno mismo, enajenado, y acabar poniéndose en escena en busca de algo verdadero. Los horizontes de la no-ficción siguen siendo lejanos.
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