En favor del doblaje
Imaginémonos, por un momento, al inefable Darth Vader, al gran Clint Eastwood –¿han escuchado su voz original? No lo hagan, quédense con la española-, el final de Blade Runner (1982), aquel memorable punto culminante de la obra maestra de Ridley Scott, el famoso «Volveré», de la saga de Terminator (1984), y tantas otras, sin la voz de Constantino Romero.
Imaginémonos ahora el «Abogaaadooo» de Robert De Niro en El cabo del miedo (1991) sin Ricardo Solans; imaginémonos los diálogos de Pulp fiction (1994) sin las de Salvador Vidal como Travolta y Miguel Ángel Jenner como Jackson; imaginémonos el «¡NO PUEDES PASAR! » de Gandalf en La Comunidad del Anillo (2001), o cualquier película de Morgan Freeman, sin la de Pepe Mediavilla… En fin, nos guste o no, hemos crecido con esas voces, y cualquier cambio trastocaría nuestra visión de cualquier obra, sobre todo estadounidense.
No sería lo mismo, ¿verdad?
En España están los mejores actores de doblaje del mundo. Puede que ahora su profesión no esté tan reconocida, o tan en boga, como en otras épocas. Existe una tendencia legítima, aunque yo no la comparto, de ver películas y, sobre todo, series, en versión original. Y es que la tradición tan arraigada de doblar las películas extranjeras que existe en nuestro país tiene tanto detractores como prosélitos.
Los argumentos en contra son convincentes. Puede que en dicha tradición se encuentre una de las causas por las que los españoles estamos tan retrasados en el aprendizaje de idiomas, no solo con respecto al resto de Europa, sino incluso con los países mediterráneos: Portugal, donde esta costumbre no está, ni mucho menos, tan implantada, es un buen ejemplo. Además, en algunas ocasiones, escasas, el doblaje desvirtúa el trabajo de los actores: a todos se nos viene a la cabeza el caso de El resplandor (1980), de infausto recuerdo para todos, pero sobre todo para Carlos Saura y Verónica Forqué.
Pero, desde mi punto de vista, el doblaje aporta más que resta a la interpretación. Muchos actores de doblaje superan a sus homólogos extranjeros en cuanto a tonalidad y expresión.
Y el mejor argumento en favor del doblaje es una película. Solo una. Malditos bastardos (2009), de Quentin Tarantino. Y, sobre todas, una escena. Probablemente, la mejor de toda la cinta: la escena de la taberna, con Michael Fassbender, un soldado inglés, Diane Kruger, una actriz alemana, y los Bastardos infiltrados en territorio germano en plena operación. El punto neurálgico de la escena son, precisamente, los acentos, el habla, y un pequeño gesto que acaba delatando ante un oficial nazi a Fassbender. Todos sabemos cómo acaba la historia.
Bien, ¿por qué esta película? No sé si se han fijado, pero la mayoría de los actores que aparecen en ella son oriundos del país donde se desarrolla la trama. Christoph Waltz es austríaco, Mélanie Laurent, francesa, Daniel Brühl, hispano-alemán, Fassbender, germano-irlandés, Kruger, alemana…
Y en la referida escena, si han visto la versión original lo sabrán, hablan en alemán, no en inglés. Y esto complica el trabajo a los actores de doblaje. Pues bien, los responsables de este aspecto de Malditos bastardos dieron el do de pecho con esta película. Y es que estos actores fingen los acentos. No se limitan a declamar sus frases, no. Las impregnan con los acentos de los que hacen gala los personajes en la trama. Y esto constituye un ejercicio de profesionalidad, saber hacer y amor por su trabajo impagable, digno de todo reconocimiento por nuestra parte, por una parte, como espectadores, y por otra, como amantes del cine.
Y esta no es la única obra en que ocurre este fenómeno. En tantas otras películas, los actores de doblaje españoles cambian sus acentos por los de los protagonistas para acercarnos a la historia, para sumergirnos en la trama. El doblaje de Marion Cotillard en Midnight in Paris (2011), de Woody Allen, es otro buen ejemplo.
Y esta es solo una mínima muestra.
Por ello, por su gran trabajo, en muchas ocasiones ninguneado, casi siempre invisible, los actores de doblaje merecen su reconocimiento, porque son una parte fundamental, indisoluble, del imaginario colectivo que en España se tiene del séptimo arte.
Y si no me creen, vean Sin perdón (1992) o Gran Torino (2008) en versión original. Escuchen a Clint Eastwood. Preparen sus oídos. Se les caerá un mito.